En Cragnolini, M. B. (comp.) Extrañas comunidades, Buenos Aires, La
Cebra, 2009, pp.37-50.
“…la
quintaesencia del secreto es inherente a las letras mismas que expresan
la noción de misterio. El secreto por excelencia no es sino el secreto
escatológico”[i]
“No es que los amigos tengan que callarse entre ellos o a propósito de
sus amigos. Haría falta que en su palabra respire quizá el
sobreentendido de un silencio.”[ii]
I
Elegir
las palabras para reflexionar sobre lo comunitario implica un compromiso
que puede llevarnos hacia caminos incomprensibles e, inclusive, absurdos
para algunos.
Durante la segunda parte del siglo XX ciertos pensamientos abocados a
esta tarea han sido recibidos con extrañeza. La cercanía a la literatura
y a una retórica cuasi religiosa en algunos casos, condujo al rechazo y
la ridiculización de tales discursos. Fórmulas como “la comunidad de los
que no tienen comunidad” (Bataille) y otras
parecían señalar, a partir de un
intérprete respetuoso del lenguaje predicativo, la muerte de la
comunidad.
Esta lectura, en parte equivocada, en parte no, vedaba la posibilidad de
abrir tales expresiones a la riqueza de su significación, mostrando, en
un doble movimiento, la crítica a cierto ideal comunitario, por un lado,
y la afirmatividad contenida en este pensamiento, por otro.
Éste parece ser el gesto del
doble golpe de la invención
que colapsa en la fórmula derridiana “la comunidad anacorética de los
que aman alejarse”[iii]
aquel que insiste en la necesidad de una crítica o, mejor dicho, de una
deconstrucción (para remarcar también la positividad del acontecimiento
deconstructivo) del concepto. Y esta deconstrucción se inscribe en el
marco de una herencia de la comunidad articulada a partir de idearios
que han insistido en proponer de una manera determinada (y quizás,
definitiva, en un gesto muy cercano al iusnaturalista)
aquello que se comparte,
lo
común de la comunidad.
Lo que compartimos es lo que nos
hace iguales: ése parece ser el axioma comunitario clásico. Una
propiedad que nos hace formar parte de un mismo escenario: la sangre, la
lengua, la racionalidad. Es por ello que, lejos de indicar el mero
ejercicio (o juego) del discurrir metafísico, la exigencia de estas
reflexiones -que asumen una herencia tan polémica como la de pensar la
problemática de lo comunitario- se plasma en el cruce o la convergencia
de estas construcciones y lo político. Es un pedido de hospitalidad
aquel que se anuncia en las escrituras de autores que, como Derrida,
reabren el debate de la comunidad:
“Sólo una hospitalidad, la que se ofrece a los locos que llegan. Les
pide solamente que le abran las puertas del corazón, que lo escuchen,
que lo acojan en sí mismos, que lo alberguen, que lo honren y aprendan
de él, en suma, una historia de la razón. Sólo un loco puede contarla,
sólo él puede saber cómo hacer entrar en razón a la razón, cómo la razón
llega a ser lo que ha debido ser: puesta en razón.”[iv]
Elegir las palabras para analizar la problemática de la comunidad nos
conduce no solamente a revisar aquello que ha sido pensado bajo el
término mismo, sino también a llevar al límite nuestro mismo
vocabulario, a desandar las constelaciones discursivas que nos han
servido en una dirección de pensamiento pero, no para borrar en un gesto
moderno dicha dirección, sino justamente para analizarla, evaluar su
eficacia y, en este ejercicio, enfrentarnos con las determinaciones
discursivas que han obliterado otros caminos.
Es por ello que elegir (en la
decisión pasiva[v])
el modo de hablar representa un compromiso inerradicable para atender a
estas cuestiones ya que, como intentaremos desarrollar en este breve
ensayo, existe un pacto entre el
lenguaje predicativo y el esquema comunitario al que aludíamos hace un
momento.
II
“[N]osotros
pertenecemos (es esto lo que
nos atrevemos a decir aquí) al tiempo de esta mutación, que es
justamente una terrible sacudida en la estructura o la experiencia de la
pertenencia. Y en
consecuencia de la propiedad. De la pertenencia y de la partición
comunitaria: la religión, la familia, la etnia, la nación, la patria, el
país, el Estado, la humanidad misma, el amor y la amistad, la
“querencia” pública o privada. Pertenecemos a esa sacudida, si eso es
posible, temblamos en ella. Nos atraviesa, nos estremece. Le
pertenecemos sin pertenecerle. Es en ella donde resuenan todos los
grandes discursos (ya hemos nombrado los de Bataille, de Blanchot, de
Nancy, por ejemplo, pero hay otros, tantos otros todavía, a lo lejos y
muy cerca de nosotros) cuando asumen el riesgo y la responsabilidad pero
también cuando se rinden a la
necesidad de reflexionar y de formalizar, si se puede decir así, la
dislocación absoluta, el desensamblarse sin reborde; cuando señalan a
esto además en medio de la noche, unas veces según el tiempo sin
duración del relámpago o el rayo, otras veces según el ir y venir de un
faro, lanzando siempre llamadas locas e imposibles, advertencias casi
mudas, palabras que se consumen en una sombría luz, como esos sintagmas
típicos y recurrentes de “relación sin relación”, de comunidad sin
comunidad (“comunidad de los que no tienen comunidad”)…”[vi]
En medio de la noche o en una sombría luz, estos discursos asumen una
empresa abismal: hablar de la comunidad, pero, ¿qué sucede cuándo se
quiere señalar, allí mismo, en el seno de la comunidad, aquello que pone
de relieve nuestro ser-con el otro (o lo otro)?
La herencia levinasiana se evidencia en estos pensamientos. A diferencia
de los planteos tradicionales de la intersubjetividad, donde la relación
con el otro era mentada mayoritariamente como una relación de
inter-subjetividad entre dos sujetos cerrados, iguales entre sí, la
temática de la alteridad exige repensar la problemática comunitaria
desde la condición de exposición
frente al / lo otro. Una relación
sin relación que no puede ser abarcada en su totalidad sino que
representa aquello que podría ser caracterizado como la apertura de la
subjetividad, en el movimiento de un imposible resguardo de lo mismo
frente al riesgo de la contaminación:
"Es una relación con un ser que, en cierto modo, no existe en relación a
mí (...). Un ser situado más allá de todo atributo que tuviera como
efecto el cualificarle, es decir, el reducirle a aquello que tiene en
común con otros seres, el hacer de él un concepto."[vii]
Siendo la otredad una existencia inaferrable en la medida en que se
resiste al intento de ser englobada o identificada bajo una totalidad
(concepto), el ser-con presenta una situación de asimetría inicial,
develando toda búsqueda de la simetría como algo derivado, construido,
con el perjuicio de la neutralización de esa alteridad radical. El
encuentro con el otro no confirma, entonces, la mismidad de mi persona
sino, antes bien, la desapropiación de la
mismidad, la contaminación.[viii]
La comunidad no es el encuentro de iguales ni la patentización de una
propiedad común, es, antes bien, la experiencia de la extranjeridad, de
la separación que se encuentra en la base de toda comunidad y desde la
cual, sólo como una situación derivada, ficcional y, por tanto,
provisoria, lo común se anuncia como la
realización de la comunidad.
La pregunta por la comunidad, entonces, se asienta sobre la problemática
del ser-con-otros, asumiendo así la exigencia del respeto a una
singularidad no-capturable en un esquema dialectizante de lo mismo, en
otras palabras, nos conduce al desafío de pensar el encuentro de lo
heterogéneo, con la consecuente exigencia del respeto de la alteridad.
En uno de los textos derridianos donde se tematiza quizás de manera más
explícita esta problemática (aunque todo texto derridiano podría ser
leído como un tratado sobre la comunidad) y bajo las diferentes figuras
que lo comunitario adquiere en esta obra (la amistad, la democracia),
podemos detectar esta dirección de pensamiento cuando se afirma que “no
cabe democracia sin respeto a la singularidad o a la alteridad
irreductible”[ix]
o en la siguiente cita:
“¿Qué hacemos nosotros y quiénes somos, nosotros que os llamamos para
que compartáis, participéis, os asemejéis? Somos, en primer lugar, como
amigos, amigos de la soledad, y os llamamos para compartir lo que no se
comparte, la soledad. Amigos completamente diferentes, amigos
inaccesibles, amigos solos, en tanto que incomparables y sin medida
común, sin reciprocidad, sin igualdad. Sin horizonte de reconocimiento,
pues. Sin parentesco, sin proximidad, sin
oikeiotes.”[x]
¿A qué refieren estas extrañas expresiones, que Derrida resume en la
fórmula “X sin X” y, en particular, la sentencia
batalliana de la “comunidad sin comunidad”? A nuestro juicio, al intento
de abrir un espacio de pensamiento sobre la comunidad, sin por ello
clausurarlo, es decir, a la decisión de no completar el espacio de la
predicación, intentando desde allí perpetuar determinado contenido. Si
la alteridad es el presupuesto de estos pensamientos, postular cualquier
nota positiva que acomune significaría en último término el ejercicio de
cierta neutralización de la alteridad postulada.
Otras de las consecuencias que quizás puedan extraerse del gesto
predicativo en la cuestión de la comunidad es el hecho de que la
clausura semántica no solamente representa una neutralización de la
alteridad sino también la apropiación del destino de la comunidad.
Voluntad de autoaseguramiento,
aquella que se resiste al devenir de lo comunitario. El oscurecimiento
del fondo abismal de toda configuración del ser en común parece cerrar
las puertas a la aceptación del carácter provisorio inherente a ella.
Porque tal obliteración no es más que una huella de huellas y por ello
mismo, un gesto de ocultamiento del carácter arbitrario de toda
construcción que nunca puede asentarse sobre un fondo sustancial.
Animarse, entonces, a poner de relieve el carácter desfondado y, por
tanto, ficcional y provisorio de cualquier configuración comunitaria
quizás nos lleve al gesto de no querer
decir nada. Esta resistencia
a la predicación nos acerca, así, a la retórica de una cierta teología
negativa.
III
“Y así la teología de la negación es tan necesaria a la de la afirmación
que sin ella no se le rendiría culto a Dios en cuanto Dios infinito,
sino antes en cuanto criatura, y tal culto es idolatría, pues tributa a
la imagen aquello que sólo conviene a la verdad. De ahí la utilidad que
tendrá tratar un poco acerca de la teología negativa.
La sagrada ignorancia nos enseña que Dios es inefable, porque es
infinitamente mayor que todas las cosas que pueden ser nombradas, y esto
porque sobre lo más verdadero hablamos con más verdad por medio de la
remoción y de la negación, como hizo el gran Dionisio, el cual no pensó
que Él fuera ni verdad, ni entendimiento, ni luz, ni cualquier otra cosa
de las que pueden ser dichas, y al cual le siguió el rabí Salomón y
todos los sabios. Por lo cual, según esta teología negativa, no es
Padre, ni Hijo, ni Espíritu Santo, en cuanto que es sólo infinito”.[xi]
Si la teología afirmativa puede ser caracterizada como el intento de
describir la naturaleza de lo divino en el ejercicio platónico de una
hiperbolización de los atributos de lo humano (en un movimiento que
conduce siempre al riesgo de una antropomorfización radical), la
totalización de un discurso sobre la divinidad por parte de ésta
representaría, en su clausura, el doble ocultamiento de la divinidad.
Por un lado, el ocultamiento necesario de lo divino (y aquí el genitivo
es subjetivo), su opacidad, su trascendencia. Por otro, el ocultamiento
de este ocultamiento (genitivo objetivo), parece conllevar el riesgo de
negar la infinitud divina, aquella que desde lo finito no puede ser
capturada. Atributos como la racionalidad, la bondad, el sumo ser, etc.
no son más que algunos de los intentos de arribar a una caracterización
de la divinidad que se acerca al riesgo de caer en la idolatría, de la
divinidad construida por lo humano, capturada en su racionalidad
discursiva. Es por ello que, en “La Teología Mística”, Dionisio insiste
en la necesidad de que el discurso sobre la divinidad de la teología
afirmativa (aquello que él denomina “teología simbólica”) no pretenda
agotar la caracterización de lo divino. La teología mística (que quizás
pueda ser analogada a la teología negativa) sería justamente el intento
de este señalamiento, la marca de la distancia con lo divino, de la
sustracción necesaria de lo divino.
La teología negativa insiste en la absoluta trascendencia de aquello que
es infinito y, por tanto, en la ineficacia de nuestras palabras a la
hora de establecer una caracterización de la divinidad con los mismos
recursos que empleamos para describir a lo finito, ie, el hombre y el
mundo profano. Frente a la luz de la razón, la oscuridad de lo inefable.
Frente al lenguaje predicativo, claro y distinto; el lenguaje de las
oscuridades, de la mera alusión a lo que no puede aprehenderse.
IV
“Hasta el punto de que los giros, los períodos, la sintaxis, a los que
tendré que recurrir con frecuencia, se asemejarán, a veces hasta llegar
a confundir, a los de la teología negativa.”[xii]
Silencio y elipsis. Oxímoron. La retórica de una cierta teología
negativa, aquella que en su discurso intenta marcar la separación, la
trascendencia de lo divino, se atisba en los gestos derridianos que
exigen otra manera de hablar,
hablar sin decir[xiii],
quizás. Señalar un encuentro entre singularidades, que une sin fusionar[xiv]
y que no busca, en ese encuentro, el arribo a una unidad superior,
totalizadora, dialéctica.[xv]
Hablar de otro modo
no significa aquí invertir el esquema puesto en cuestión, sino cavar más
profundo, hacia una huella de huellas obliteradas en la dilación
infinita de la búsqueda de un fondo sustancial. Es quizás, sobre ese
fondo abismal que compartimos, desde donde la labor de desmontaje debe
permanecer en cierta manera presente.
En un texto que tuvo como origen una conferencia pronunciada en
Jerusalem,[xvi]
Derrida aborda la temática de la teología negativa en su vínculo con el
pensamiento de la huella del otro:
“Suponiendo por hipótesis aproximativa que la teología negativa consista
en considerar que todo predicado, o todo lenguaje predicativo, sea
inadecuado a la esencia, en realidad inadecuado a la hiperesencialidad
de Dios, y que, en consecuencia, sólo una atribución negativa
(“apofática”) puede pretender aproximarse a Dios, preparamos una
intuición silenciosa de Dios, entonces, mediante una analogía más o
menos defendible, se reconocerán algunos rasgos, el aire de familia de
la teología negativa, en todo discurso que parece recurrir de manera
insistente y regular a esa retórica de la determinación negativa, que
multiplica indefinidamente las precauciones y las advertencias
apofáticas: esto, que se llama X (por ejemplo, el texto, la escritura,
la huella, la différance, el
himen, el suplemento, el
phármacon, el parergon, etc.) “no es” ni esto ni aquello, ni
sensible ni inteligible, ni positivo ni negativo, ni dentro ni fuera, ni
superior ni inferior, ni activo ni pasivo, ni presente ni ausente, ni
siquiera neutro, ni siquiera dialectizable en un tercero, sin relevo (Aufhebung)
posible, etc. (…) Esta X (…) se escribe completamente de otra forma.”[xvii]
La pregunta que surge inmediatamente es si la experiencia del otro, del
encuentro con el otro, es acaso analogable a la experiencia extática de
la divinidad. Derrida sostiene una posición ambivalente, quizás, a dos
tiempos, de esta pregunta. En primer término, su respuesta es negativa,
en segundo, afirmativa. Más allá del mero parecido retórico que pueda
detectarse entre la escritura derridiana y cierta teología negativa,
Derrida se aboca a profundizar dicho cuestionamiento para tratar de ver
qué distancias y continuidades pueden pensarse en el vínculo entre la
filosofía y teología y, en particular, entre el pensamiento de la huella
del otro y cierta teología negativa, propia de la experiencia mística.
¿Cuáles son los motivos por los cuales Derrida se rehúsa a afiliar
(porque “denegaciones” es plural, al menos son dos formas de la
denegación, la primera, acerca del discurso derridiano como discurso
pseudoapofático –podríamos decir- y la segunda) la teología negativa
como práctica filosófica? Dos serían, en principio, las razones por las
que Derrida manifiesta esta reticencia.
En primer lugar, porque la deconstrucción no es pensada en el terreno
del discurso predicativo sino, justamente, como la interrupción de éste.
No obstante, uno podría alegar, en este punto, que la teología negativa
también opera en el mismo sentido. Sin embargo, permanece arraigada en
el lugar del nombre y de la palabra (logofonocentrismo).
La segunda razón se dirime en el terreno de la crítica derridiana a la
ontoteología. En última instancia, la teología negativa presupone como
referente de su discurso (imperfecto, precario, finito, humano) a la
hiperesencialidad. Y es allí donde cita a Meister Eckart, quien enuncia
de una manera cristalina el pensamiento del “sin” de la teología
negativa:
“Cada cosa actúa en su ser, ninguna cosa puede actuar por encima de su
ser. El fuego sólo puede actuar en la madera. Dios actúa por encima del
ser en la amplitud donde puede moverse, actúa en el no-ser. Antes
incluso de que hubiera ser Dios actuaba. Maestros de espíritu grosero
dicen que Dios es un ser puro; está tan elevado por encima del ser como
lo está el más elevado de los ángeles por encima de una mosca. Si
llamase a Dios un ser estaría hablando con tanta falsedad como si dijese
del sol que es pálido o negro. Dios no es ni esto ni aquello. Y un
maestro dice: aquel que cree que ha conocido a Dios y que conocerá
alguna otra cosa, no conocerá a Dios. Pero al decir yo que Dios no era
un ser y que estaba por encima del ser, no por eso le he discutido el
ser, por el contrario, le he atribuido un ser más elevado.”[xviii]
Es interesante notar la cercanía de esta cita con la anterior.
Evidentemente, el discurso de una teología negativa parece ser aquel que
Derrida despliega sobre aquellas nociones que señalan una apertura
(diseminación) de sus significados y que constituyen el ámbito de un
pensamiento radical de lo posible; términos que se resisten a la captura
semántica, gramatical, correspondiente a la
forma mentis occidental.
Efectivamente hay en la escritura derridiana algo del gesto del teólogo
negativo, de aquel que quizás desesperadamente intenta decir algo con un
puñado de palabras, expresiones y articulaciones que, leídas desde
cierto horizonte, parecen constituir una confusión del pensamiento,
reclamando una urgente terapéutica del lenguaje. Tanto la teología
negativa (o aquella que aquí nos gustaría precisar a partir de la
lectura derridiana) como el pensamiento de la huella son pensamientos
del “sin”. Y este “sin” –añade Derrida- deconstruye el antropomorfismo
gramatical.[xix]
Un pensamiento del “sin” no solamente remarca la insistencia de la
singularidad de la experiencia del otro-Dios, sino que, a su vez, se
constituye en un gesto desapropiador de la identidad, de mi sí-mismo
como hombre (o comunidad). Lo
finito se quiebra frente a lo infinito. Y en esta puesta en jaque de
la propia existencia, lo negativo deviene afirmativo, o –como dirá
Derrida en otro texto- invención
del otro.[xx]
La presunta negación remite a un “más allá” que excede la afirmación y
la negación. También a la privación.[xxi]
Sin embargo, -y como hemos señalado anteriormente- la operación
deconstructiva se encuentra en un terreno de intervención que se
desplaza del teológico y esto, al menos, por tres razones que, en última
instancia, convergen en el mismo movimiento. Por una parte, la huella se
resiste al gesto reapropiador de la ontoteología, es decir, no repone en
lo ontológico aquello que no es abarcado lingüísticamente. En segundo
lugar, aún admitiendo la inevitabilidad del gesto de reapropiación,
señala el destino de fracaso de todo intento, su contingencia, su
estatuto de creación (invención). Por último, muestra cómo cualquier
movimiento pensado en términos de identidad es, de todas formas y pese a
cualquier intento, advenimiento del otro, de ese otro que me precede:
“[L]a huella de una frase cuya singularidad tendría que quedar
irreductible e indispensable su referencia, en un idioma dado. Incluso
si la idiomaticidad tiene necesariamente que perderse o dejarse
contaminar por la repetición que le confiere un código y una
inteligibilidad, incluso si aquella no ocurre más que borrándose, si no
sucede más que borrándose, el borrarse habrá tenido lugar, aunque sea
una ceniza. Hay aquí ceniza.”[xxii]
Aporía de la doble inscripción. La retórica de la teología negativa
parece permitir la alusión discursiva de la huella del otro, sin que
esta huella quede por fuera del terreno de aquello que forma parte de la
vida. La symploké de la luz y
la oscuridad, de lo mismo y lo otro, de las
pisadas en
la arena como la referencia
al acontecimiento de la precedencia del otro, parecen abrir el espacio
discursivo hacia una retórica dislocada por su doble inscripción.
Pero la huella no es la marca de una presencia plena inicial. La
asimetría con el otro no postula en su trascendencia infinita una
consistencia metafísica plena, fundamental. Antes bien, es la
convivencia inerradicable de toda vida, de todo texto, como borramiento
de cualquier gesto originario. La huella es, entonces, en primer
término, archihuella, ie, la
remisión infinita en la búsqueda del fundamento:
“La huella no sólo es la desaparición del origen; quiere decir aquí -en
el discurso que sostenemos y de acuerdo al recorrido que seguimos- que
el origen ni siquiera ha desaparecido, que nunca fue constituida salvo
en un movimiento retroactivo, por un no-origen, la huella, que deviene
así el origen del origen. A partir de esto, para sacar el concepto de
huella del esquema clásico que lo haría derivar de una presencia o de
una no-huella originaria y que lo convertiría en una marca empírica, es
completamente necesario hablar de huella originaria o de archi-huella.
No obstante sabemos que este concepto destruye su nombre y que, si todo
comienza por la huella, no hay sobre todo huella originaria.”[xxiii]
“La huella es, en efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo
cual equivale a decir, una vez más, que no hay origen absoluto del
sentido en general.”[xxiv]
La huella no sucede a la pisada del Dios hiperesencial, sino a otras
huellas, huellas de huellas del
otro, de otros.
La huella es la figura de la irrupción del otro que socava la dupla
presente-presencia, el tiempo presente y la modalidad de existencia
presencia, marcando una existencia no absorbible por la ontologización,
es decir, distinguible bajo la dicotomía ser y no-ser.
V
“No te harás
imagen, ni ninguna
semejanza de cosa que esté
arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la
tierra”. (Éxodo, 20:4)[xxv]
Curiosamente, uno de los primeros términos hebreos que aparece en los
textos bíblicos traducido por “idolatría” deriva del vocablo
דּמת
(demut)
[xxvi],
aquel que aparece en la famosa sentencia de Génesis 1:26 como
“imagen y semejanza” de Dios.
Como es sabido, la idolatría consiste en la adoración de las imágenes y
representaciones de lo divino y, en este sentido, parecería presentarse
como una deformación hermenéutica de la famosa sentencia del Génesis
mencionada, producto de un error de la
dirección de su acercamiento.
El error consistiría en comprender la “imagen y semejanza” en la
dirección hombre-Dios, borrando, de este modo, el carácter
inconmensurable de la relación con lo divino, en una proyección
(hiperbolización) de lo humano a lo divino.
De este modo, podríamos establecer un paralelo entre cierta
interpretación de la “imagen y semejanza” con lo divino cuando
consideramos un pensamiento de la comunidad que, más allá de los
compromisos ontológicos que asuma (sustancialismo, posibilidad de la
comunicación, etc.), intente a reponer esquemas que determinan de manera
perpetua un núcleo identificatorio de lo comunitario.
Proyección de lo Mismo, la visión de lo divino se ve violentada por la
apropiación de lo humano. Si volvemos a la problemática de lo
discursivo, la idolatría parecería coincidir con el gesto de la
predicación, aunque en una deformación quizás extrema por el hecho de
que no solamente intentaría comprender a la divinidad a través de lo
humano (de sus predicamentos) sino que transformaría a la divinidad, en
parte (la adoración de imágenes que refieren a aquello de la divinidad
que se sustrae) o en su totalidad (en el caso de los ídolos domésticos).
La idolatría sería, entonces, un paso más allá de cualquier teología
afirmativa, dado que representa la posibilidad de capturar o reducir a
lo infinito mediante lo finito, lo Otro mediante lo Mismo.
Por su parte, la otra dirección hermenéutica señalada (Dios-hombre)
parecería enfatizar la imposibilidad de aprehensión de lo divino (su
opacidad, trascendencia y alteridad). Teniendo presentes los
desplazamientos que un discurso como el derridiano presenta frente a lo
teológico, podemos, no obstante, aquí volver a encontrar elementos que
nos permiten abrir un espacio de reflexión acerca de la cuestión de la
comunidad a partir de la exigencia de respeto a la alteridad señalada.
La prohibición de la idolatría insiste en el núcleo de nuestra
inquietud, a saber, en la necesidad de dejar-ser al otro, en la
posibilidad de pensar en el cuidado del acercamiento frente al otro. Si
la idolatría es, dicho brevemente, la manipulación de la divinidad por
parte de lo humano, y discursivamente, el agotamiento de la
caracterización de lo divino mediante predicados provenientes de nuestro
reino profano, quizás la analogía pueda servir para valorar este llamado
de cuidado al otro, presente en el pensamiento derridiano de la
comunidad.
Según nuestro recorrido, tres serían las exigencias que un pensamiento
de la comunidad como el derridiano parecería delimitar[xxvii].
En primer lugar, dejar-ser al
otro, en un acercamiento que no clausure la inminencia de su
irrupción. En segundo término, no
olvidar el carácter ficcional de todo elemento convocante de la
comunidad y, por último, en lo que concierne al lenguaje,
dejar un espacio en el discurso,
abierto, sin clausuras, para que lo otro pueda presentarse (u ocultarse
allí mismo). Creemos que estas exigencias
son aquellas que quizás
debamos tener presente a la hora de evaluar una ética, una política y
hasta un discurso sobre la comunidad.
[i]
M. Idel,
“The time of the End:
Apocalypticism and its Spiritualization in Abraham Abulafia’s
Eschatology”, en A. Baugmarten (dir.),
Apocaliptic Time,
Leyde, Brill, 2000, p. 180.
[ii]
J. Derrida, Políticas de
la amistad seguido de El oído de Heidegger, trad. Patricio
Peñalver y Francisco Vidarte, Valladolid, Trotta, 1998., p.72.
[iii]
J. Derrida, Políticas de
la amistad, op. cit. , p.53.
[iv]
J. Derrida, Políticas de
la amistad, op. cit, pp.69-70.
[v]
Con el extraño sintagma “decisión pasiva” Derrida refiere en
Políticas de la amistad
a “lo otro en mí, que decide y desgarra”, es decir, al carácter
heteronómico inherente a toda decisión. El objetivo principal de
este señalamiento se enmarca en una crítica al decisionismo
schmittiano para poner de relieve que, en toda decisión, hay
algo que excede al sujeto de la decisión, no solamente en tanto
apertura al azar sino también al hecho de que la subjetividad
misma del sujeto se ve puesta en juego en el movimiento
decisivo. Así, lejos de representar un gesto de apropiación, la
decisión es la puesta en riesgo de toda propiedad previa. Cf:
Políticas
de la amistad, op.
cit., p.86-87).
[vi]
J. Derrida, Políticas de
la amistad, op. cit, p.99.
[vii]
E. Lévinas,
Entre nosotros.
Ensayos para pensar en
otro, trad. José Luis Pardo, Valencia, Pre-textos, 1993,
p.46. Otra alusión al carácter inaferrable del Otro puede leerse
también en el siguiente pasaje: "El encuentro con el otro
consiste en el hecho de que, no importa cuál sea la extensión de
mi dominación sobre él y de su sumisión, no lo poseo." (Lévinas,
Entre nosotros…, op.
cit., p.21).
[viii]
Si bien entonces, -y como hemos mencionado en forma somera- en
la temática del otro puede advertirse una fuerte impronta
levinasiana, es importante sin embargo destacar que, en el caso
de Derrida, dicha cuestión cobra una dimensión diferente en la
medida en que el otro no representa una pura exterioridad sino
antes bien, aquello mismo que asedia a la mismidad. Frente a las
caracterizaciones levinasianas metafísicas de la separación
entre Mismo y Otro como separación del ser; en el caso
derridiano el otro no se presenta como una instancia exterior,
sino que se encuentra en la mismidad en la forma del asedio, es
decir, bajo una modalidad que no sería la de la presencia y que
Derrida tematiza a partir de figuras alternativas de lo que
podríamos llamar una "topografía del otro", acercándonos a
nociones tales como las del “duelo imposible” (Memorias
para Paul de Man),
la del “fantasma” o “espectro” (Espectros
de Marx), del
“extranjero” (El
monolingüismo del otro y
La hospitalidad),
entre otras.
[ix]
J. Derrida, Políticas de
la amistad, op. cit., p.40.
[x]
J. Derrida, Políticas de
la amistad, op. cit., p.53.
[xi]
Nicolás de Cusa, “Sobre la Teología negativa” en La docta
ignorancia, trad.
Manuel Fuentes Benot, Buenos Aires, Aguilar, 1981, p.53.
[xii]
J. Derrida, “La différance” en
Márges de la philosophie,
Collection Critique, Paris, Minuit, 1972,
p.6.
[xiii]
Una manera de entender el “decir” al que aquí aludimos es aquel
que Wittgenstein asocia en el
Tractatus Logico-Philosophicus
con la capacidad descriptiva de las proposiciones verdaderas.
Frente a ello –y sólo a modo de sugerencia- la teología negativa
quizás pueda ser pensada como el gesto de
mostrar aquello que
no puede ser dicho.
[xiv]
En este sentido, la filosofía derridiana pese a considerar
fundamentalmente autores pertenecientes al cristianismo (como
veremos en la sección siguiente) se encontraría más cerca de la
mística judía que de la cristiana en la medida en que, a
diferencia de la unio
mystica con la divinidad perseguida por los místicos
cristianos, la experiencia mística en el judaísmo describe la
cercanía en la separación. La
debecut (דּבקת,
procedente de
דּבק,
“tocar”, “estar en contacto” presente en 2 Crónicas, 3:12)
no es fusión. Como señala Scholem: “Sólo en casos extremadamente
raros el éxtasis significa unión real y concreta con Dios (…)
Incluso en esta disposición extática del espíritu, el místico
judío casi siempre conserva el sentido de la distancia entre el
Creador y Su criatura.” (G. Scholem,
Las grandes tendencias de
la mística judía, trad. Beatriz Oberländer, México, FCE,
1993, p.109).
[xv]
Con el término “dialéctica” hacemos referencia la crítica
levinasiana presente en
Totalidad e Infinito al intento de la ontología por englobar
bajo los caracteres de lo Mismo a lo Otro. Para Lévinas, la
ética precede a la ontología justamente por la precedencia de la
otredad y, por tanto “no se limita a preparar el ejercicio
teórico del pensamiento que monopolizaría la trascendencia.” (E.
Lévinas, Totalidad e
infinito. Ensayo sobre la
exterioridad, trad. Miguel García-Baró, Salamanca, Sígueme,
2002, sexta ed., p.55)
[xvi]
Recogida en J. Derrida, “Cómo no hablar. Denegaciones” en
Cómo no hablar y otros
textos, trad. Patricio Peñalver, Proyecto A, Barcelona,
1997.
[xvii]
J. Derrida, “Cómo no hablar. Denegaciones”, op. cit, p.13.
[xviii]
Eckart, M., “Quasi stella matutina” en
Sermons citado en J.
Derrida, “Cómo no hablar. Denegaciones”, op. cit., p.16. Por
motivos de legibilidad, hemos obviado la versión alemana entre
paréntesis que figura en la versión de la cita derridiana.
[xix]
Derrida, J., “Cómo no hablar. Denegaciones”, op. cit., p. 17.
[xx]
Derrida, J., “Psyché. Invenciones del otro”, trad.
Mariel Rodés de Clérico y Wellington Neira Blanco en AA. VV.,
Diseminario. La
descontrucción, otro descubrimiento de América, XYZ
Editores, Montevideo, 1987.
[xxi]
Derrida, J., “Cómo no hablar. Denegaciones”, op. cit., p.23.
[xxii]
Derrida, J., “Cómo no hablar. Denegaciones.”, op. cit., p.28.
[xxiii]
Derrida, J., La
gramatología, trad. Oscar del Barco y Gustavo Ceretti,
Editora Nacional, Madrid, 2002, p.101.
[xxiv]Derrida,
J., La gramatología,
op. cit., p.105.
[xxv]
El subrayado es nuestro. [xxvi] El término “idolatría”, presente en infinidad de ocasiones en el Antiguo Testamento, posee una pluralidad de expresiones, cada una de ellas con su especificidad semántica, que no podremos, lamentablemente, abordar aquí. Sólo algunos ejemplos: En I Reyes, 15:12 (גּלולם, “guilulim”, “ídolos”, que enfatiza un modo despectivo”) y II Reyes, 21:7 פּסל (“pesel”, imagen tallada); en Isaías, 48:5 עצב (“hotzeb”) o en Isaías, 29:16 יצר (“yetzer”, “lo que ha sido formado”); I Samuel, 31:9 עצן (“hatzan”, término despectivo); Amós, 2:4 כּזב (“casab”, “ídolo, mentira”), y muchos otros que no hemos siquiera mencionado aquí y que abarcan un campo semántico muy extenso (vanidad, diosecillos, ídolos domésticos, algo detestable, etc.).
[xxvii]
Queremos, no obstante, aclarar que nuestra intención no es
agotar aquí las notas posibles que el pensamiento derridiano se
la comunidad invitan a pensar. Nuestro objetivo, restringido por
cierto, es poner de relieve aquellas características que
han podido delimitarse a partir de nuestro recorrido.
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