Gabriela Balcarce
(UBA-Conicet)*
En Cuadernos de Teología,
ISEDET, vol.28, Buenos Aires, 2009.
Resumen
En muchas ocasiones, la literatura filosófica ha elegido abordar para
determinadas consideraciones lo que metodológicamente ha sido denominado
“el caso extremo”. En la filosofía derrideana esta opción podría
ejemplificarse en el tratamiento de la famosa escena bíblica del Antiguo
Testamento, en la cual Dios convoca a Abraham para que sacrifique a su
hijo Isaac. Tanto en Dar la
muerte como en “Abraham el otro”, Derrida analiza las temáticas de
la obediencia incondicional y de la decisión a partir de la metáfora
kafkiana (pero también kierkegaardiana) del salto: un salto hacia una
decisión radical, un salto hacia un otro Abraham. Porque la decisión nos
inscribe en una estructura aporética por la cual nos vemos transidos.
Frente a la representación moderna de un sujeto autónomo que garantiza
el acontecer en el momento de la decisión (mi decisión propia), Derrida
señala en Políticas de la Amistad
la aporía de la decisión indicando que en el movimiento mismo del
decidir se abre un espacio incierto que denomina la “decisión pasiva”. Y
esta apertura de la decisión pasiva indica tanto el hecho de que todo
horizonte de expectativas previamente delimitado se ve perforado por el
advenimiento de otro, como también el devenir otro del mismo sujeto de
la decisión.
En el presente artículo intentaremos delimitar el recorrido
anteriormente descrito señalando cómo, a partir del análisis de la
escena bíblica en el Monte Moriah nos permite arribar a uno de los
pronunciamientos éticos más radicales: el “heme aquí”.
Palabras clave:
decisión-alteridad-“heme aquí”
Abstract
In dealing with certain issues, the philosophical literature has often
chosen to explore what are methodologically alluded to as “extreme
cases”. In Derridean philosophy, this choice could be exemplified with
the treatment of the famous biblical scene from the Old Testament, where
God summons Abraham for him to sacrifice his son Isaac. In
The Gift of Death as much as
in “Abraham, the other”, analyses the topics of unconditional obedience
and decision, taking his point of departure in the Kafkean (but also
Kierkegaardean) metaphor of jumping: a jump towards radical decision, a
jump towards an other Abraham. Because making a decision places us in an
aporetic structure by which we are overwhelmed. In contrast with the
modern representation of an autonomous subject which guarantees the
course of events in the moment of making a decision (my own decision),
Derrida, in Politics of
Friendship, stresses the aporia of the decision, pointing out the in
the same movement of making a decision, an uncertain space is opened,
which he calls “the passive decision”. And this openness of the passive
decision signals the fact that every previously delimited horizon of
expectations is perforated by the advent of an other, as is too the
becoming other of the very subject of the decision.
In the present article we shall try to delimit this path we have
described, by pointing out how, starting from the analysis of the
biblical scene at Mount Moriah, it allows us to get to one of the most
radical ethical statements: the “here I am”.
Key words:
decision- alterity-“here I am”
*Gabriela Balcarce es Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y docente del Departamento de Filosofía de dicha institución. Su actual área de investigación es la filosofía de la historia y política contemporánea, con especial interés en las lecturas y elaboraciones derrideanas en torno a la temática de la justicia y del mesianismo. Actualmente posee una beca post-doctoral del CONICET. Correo electrónico: gbalcarce@hotmail.com
I
“Y sucedió que después de
estos sucesos, Dios puso a prueba a Abraham, y le dijo: “¡Abraham!” Y él
dijo: “heme aquí””. (Génesis, 22:1)
Así comienza el capítulo 22 del Génesis, famoso por haber desvelado a
muchos, tanto en el ámbito de la interpretación teológica como en la
filosofía. Un primer versículo que condensa todo el capítulo: el llamado
de Dios, indeterminado en este caso, y la respuesta incondicional de
Abraham.
El relato de Génesis 22 es un relato de prueba hiperbólica, ejemplar,
quizás, un intento de sacrificio (según la tradición cristiana) o al
menos una ligadura (“akedah”, considerando la interpretación judaica, a
partir de 22:9 “Y ató a su hijo”[i]).
Abraham caminó tres días y tres noches hasta llegar al Monte señalado,
el Monte Moriah, llevando consigo a Isaac, el hijo de la promesa. Una
decisión radical, constante, en silencio.
Todos sabemos cómo termina la historia. El carnero en reemplazo de
Isaac, la voz del ángel invocando a Abraham para que detuviese su
acción. Abraham llamó a ese lugar
Adonai Yiré, que significa “Dios elegirá y verá (יראה)” y fue
bendecido con múltiple descendencia como las estrellas del cielo y la
arena de la orilla del mar.
Desde una mirada puramente emotiva quizás podamos hablar de dos lecturas
de este capítulo. Por un lado, la lectura indiferente, después de todo
quizás sólo estemos aludiendo a un relato mítico, tan lejano que ya no
conmueve, no convoca, no
interpela. Otra, la que quizás encarnarían Kierkegaard y el Derrida que
nosotros querríamos evocar, es una lectura con la piel erizada,
generando noches de desvelo y la sensación de una incomprensión casi
infranqueable, en la medida en que la ruptura de cierta ética o de
cualquier teleología de lo moral se pone en juego en este relato de
manera cruda. La tentación, para
Temor y Temblor es la ética y el salto es hacia aquello que
singulariza radicalmente, aquello que, en tanto obediencia absoluta se
constituye en el riesgo de la criminalidad.
Contra las lecturas que hacen de Abraham un hombre inhumano, es decir,
una figura unilateral de la fidelidad y la obediencia, algunas lecturas
rabínicas resaltan aquello
que la escritura comprimida del relato bíblico elude, a saber, el dolor
de la decisión, la duda, la entrega hacia aquello que sólo puede parecer
lo contrario de los propios preceptos. He aquí la
ampliación rabínica:
“Y lo colocó sobre el altar” (22:9). Los ojos de Abraham (miraban) en
los ojos de Isaac. Y los ojos de Isaac (miraban) en los cielos de los
cielos. Y las lágrimas fluían y caían de los ojos de Abraham, hasta que
toda su humanidad quedó bañada en lágrimas. En ese momento la boca de
Abraham se abrió en un llanto y emitió un fuerte quejido. Y sus ojos
giraron hacia atrás, contemplando la
Shejináh (la presencia de
Dios). Y él levantó su voz y dijo: “Levantaré mis ojos hacia las
montañas, ¿de dónde vendrá mi ayuda? Del Señor, el Hacedor de los Cielos
y la Tierra.” (Psa 121: 1.2) [Isaac levantó sus ojos y observó las
cámaras de la Carroza, tembló y se agitó]. En ese momento “los fuertes
llorarán afuera, los embajadores de la paz se afligirán amargamente”
(Isa 33:7). Los Ángeles administradores se encolumnaron fila tras fila y
se dijeron: “Observad, uno que es único está sacrificando y otro que es
único está siendo sacrificado”. De inmediato [el Ángel le dijo a
Abraham]: “No levantes tu mano sobre el muchacho”.[ii]
Decisión absoluta, sostenida durante tres largos días de caminata,
nosotros pertenecemos a la segunda lectura emotiva señalada y es por
ello que, creemos, este texto nos interpela hasta el día de hoy. Nos
interpela, por supuesto, desde nuestra situación y, en particular, nos
gustaría realizar algunos comentarios con relación a uno de los tantos
tópicos que desde allí quizás podamos pensar, a saber, el problema de la
decisión. Para ello, intentaremos trazar dos breves recorridos en lo
concerniente a esta temática. En primer lugar, retomaremos algunas
consideraciones presentes en
Políticas de la Amistad, para luego, en segundo término, analizar la
lectura derrideana del caso bíblico seleccionado a partir de
Dar la muerte y “Abraham, el
otro”.
II
En Políticas de la amistad,
Derrida tematiza la problemática de la decisión a partir de lo que él
denomina la “aporía de la decisión”:
“La decisión produce acontecimiento, ciertamente, pero neutraliza
también ese sobrevenir que debe sorprender tanto la libertad como la
voluntad de todo sujeto, que debe sorprender en una palabra la
subjetividad misma del sujeto, afectarlo allí donde el sujeto está
expuesto, es sensible, receptivo, vulnerable y fundamentalmente pasivo.”[iii]
Con el extraño sintagma “decisión pasiva” el filósofo franco-argelino
refiere en este texto a lo
otro en mí, que decide y desgarra,
es decir, al carácter heteronómico inherente a toda decisión. El
objetivo principal de este señalamiento se enmarca en una crítica al
decisionismo schmittiano para poner de relieve que, en toda decisión,
hay algo que excede al sujeto de la decisión, no solamente en tanto
apertura al azar, sino también al hecho de que la subjetividad misma del
sujeto se ve puesta en juego en el movimiento decisivo. Es por ello que,
lejos de representar un gesto de apropiación, la decisión es la puesta
en riesgo de toda propiedad previa.
Así, esta apertura de la
decisión pasiva indica tanto el hecho de que todo horizonte de
expectativas previamente delimitado se ve perforado por el advenimiento
de otro, como también el devenir otro del mismo sujeto de la decisión.
Esta heteronomía parece desestabilizar el clásico concepto de la
decisión, abriendo este espacio a lo acontecimental, a aquello que no
puede ser previsto por el que decide, porque él mismo es decidido en esa
decisión. El quizás conmueve
la estabilidad (bebaios) de
aquello que es mismo y
aquello que es otro,
señalando en todo movimiento –y quizás por excelencia en la experiencia
de la decisión- una apertura incluso insospechada, un “sí” como
resultado de una pregunta precedente.
En Palabra de acogida[iv],
Derrida da respuesta a la evidente pregunta acerca de cómo es posible
seguir manteniendo el nombre de decisión para este movimiento descrito
casi como un oxímoron, la decisión pasiva:
“¿Se tiene derecho a dar ese nombre, “decisión”, a un movimiento
puramente autónomo, aunque fuese de acogida y de hospitalidad, que sólo
procediera de mí, de mí mismo, y no hiciera sino desplegar los posibles
de una subjetividad mía? ¿No estaríamos autorizados a ver en ello el
desarrollo de una inmanencia egológica, el despliegue autonómico y
automático de los predicados posibles propios de un sujeto, sin esa
desgarradora ruptura que debería acontecer en toda decisión llamada
libre?
Si el Otro puede decir sí, el primer “sí”, la acogida es siempre la
acogida del otro”[v]
Doble genitivo de la acogida del otro: la decisión parece entonces
delimitar un espacio de recibimiento del otro, inextricable, por cierto,
de aquel “mismo” que decide.
III
En Dar la muerte, Derrida
señala a propósito de la
historia -desde perspectiva quizás benjaminia- tres notas que quizás
podamos utilizar para desplegar los componentes irreductibles a toda
decisión, componentes que permiten comprender el cruce entre decisión
autónoma y heterónoma, decisión voluntaria y pasiva, etc. Me refiero a
la responsabilidad, la fe y el don.[vi]
En primer lugar, la responsabilidad
como afirmación y compromiso con aquello que advendrá, tanto en lo
concerniente a cualquier horizonte de expectativas previamente
delimitado como a cualquier advenimiento (mesiánico) que lo perfore, que
irrumpa desestabilizando lo esperado, lo anhelado.
“Tememos
y temblamos ante el secreto inaccesible de un Dios que decide por
nosotros aun cuando no obstante somos responsables, es decir, libres
para decidir, trabajar, asumir nuestra vida y nuestra muerte.”[vii]
En segundo lugar, el don,
“la extrema importancia y la enorme dificultad del concepto de don”,
como señala Patricio Peñalver[viii].
Más allá de todo esquema de intercambio recíproco calculable, el don
siempre presenta un exceso irreductible. Si –como señala Derrida en
Dar (el) tiempo[ix]-
la economía es el sujeto, el don no puede más que presentarse como la
experiencia de la desapropiación, de la ruptura y la puesta en cuestión
de esa subjetividad a partir de la dación de aquello que no ha sido
calculado ni previsto. O, en una línea fenomenológica que hace estallar
su mismo esquema como es el pensamiento de Marion, pensar el don o la
donación hace temblar a la
fenomenología haciéndola imposible, anunciando la imposibilidad de una
espera de la presencia. La tautología del sujeto se destruye en la
sinteticidad del devenir otro.
Tercero, la fe. ¿Hablamos aquí de emuná o pistis? ¿Podemos
todavía establecer una distinción entre fe comunitaria e individual,
entre experiencia de fe e intelectualización de la fe[x],
entre vivencia y conversión? Pero, como dice Taubes “aquí no hablamos de
conversión sino de vocación”[xi],
porque no se trata de parentesco de sangre sino de parentesco de la
promesa.[xii]
Y esto queda bastante más claro cuando pensamos en el caso de Abraham.
Abraham, dice Kierkegaard, es el caballero de la fe, es aquel que se
encomienda, se da a la decisión del otro-Dios. Y lo que da es aquello
más preciado, el hijo de la promesa. De hecho, algunos textos de la era
postalmúdica imaginan a Abraham perplejo en este punto. Si Isaac es el
hijo de la promesa, ¿cómo sacrificarlo sin perder en ese mismo acto toda
promesa?
Quizás la responsabilidad que señalábamos recién permite entender esta
pregunta tan lúcida, pero que todavía pareciera imaginar un Abraham que
establece una relación de intercambio con la divinidad. La
responsabilidad no puede más que abrirse a la vocación de haber sido
llamado: ¡Abraham! Exclama Yavéh. Y Abraham responde sin esperar mayores
precisiones “heme aquí”. El “heme aquí” es la condición de la llamada y
de la respuesta.[xiii]
Y es esta vocación la que encarna la fe que Abraham representa, en la
medida en que, como señala Rashi, el “heme aquí es la respuesta de los
hombres devotos.”
¿Pero cuál es el “golpe de don” de esta historia? ¿Qué es aquello que
rompe y qué es aquello que se constituye, según el movimiento que
Derrida describe en La invención
del otro?
“¿Qué quiere decir venir? ¿Venir una primera vez? Toda invención supone
que algo o alguien venga una primera vez. Algo a alguien, o alguien a
alguien, y que sea otro. Pero para que la invención sea invención, es
decir, única, incluso si esa unicidad debe dar lugar a la repetición, es
necesario que esta primera vez sea también una última vez, la
arqueología y la escatología haciéndose signo en la ironía de un solo
instante.”[xiv]
Decisión como decisión del otro: porque Dios mismo está ausente, oculto
y silencioso, separado, secreto –en el momento es que es necesario
obedecerle-. Dios no da sus razones de otro modo no sería Dios, no
tendríamos que habérnoslas con el Otro como Dios o con Dios como
radicalmente otro. Si el otro compartiese con nosotros sus razones
explicándonoslas, si nos hablara todo el tiempo sin secreto alguno, no
sería el otro.
IV
Teniendo en cuenta la decisión pasiva, la decisión es también y quizás
ante todo decisión del Otro (en analogía con la temática de la invención
del otro) y en ese sentido es obligación, es obedecer, es servidumbre.
Es respuesta.
“[E]n tanto que cualquier/radicalmente otro, Dios se encuentra en todas
partes donde haya algo que sea cualquier/radicalmente otro. Y como cada
uno de nosotros, todo otro, cualquier/radicalmente otro es infinitamente
otro en su singularidad absoluta, inaccesible, solitaria, trascendente,
no manifiesta, no presente originariamente a mi
ego (como diría Husserl del
alter ego que no se presenta
jamás originariamente a mi conciencia y que no puedo aprender más que de
modo apresentativo y analógico); lo que se dice de la relación de
Abraham con Dios se dice de mi relación sin relación
con cualquier/radicalmente otro,
en particular con mi prójimo o con los míos que me son tan inaccesibles,
secretos y trascendentes como Yavéh.”
[xv]
Heme aquí:
la única y primera respuesta posible a la llamada del otro, el momento
originario de la responsabilidad en cuanto que me expone al otro
singular, aquél que me llama.
Heme aquí
es la única auto-presentación que supone toda responsabilidad: estoy
listo para responder, respondo que estoy listo para responder.
Y esta respuesta, lejos de garantizar un curso de acontecimientos, es la
apuesta misma que involucraría incluso el devenir otro de toda
subjetividad en el movimiento de la decisión:
“Habría más de un Abraham.
La ficción de la parábola [kafkiana] no sólo pone en escena otro
Abraham, sino más de un Abraham, al menos dos otros. Como si la
multiplicidad serial del “más de uno” viniera a inscribirse en el mismo
nombre de Abraham (…): pero otro Abraham”[xvi]
[i]
“Vete a la tierra de Moriah y súbelo allí en ofrenda de
ascensión sobre una de las montañas que Yo te diré.” (Gén,
22:2). Y súbelo
(וﬣעלהוּ)
Dios no dijo “degüéllalo”, ya que Dios no deseaba que fuera
degollado, sino que lo subiera al monte de ofrenda de ascensión
(עוֹלה)
(comentario de Rashi). Más aún:
Aun cuando en la actualidad la noción de sacrificio implica,
generalmente, renunciar a algo con el propósito de lograr
ciertos fines, en su comprensión clásica el término significa
“realizar algo sagrado”, lo que implica una ofrenda, un
acercamiento a la divinidad (korbán).
No se subraya aquello a lo que se renuncia sino lo que se
ofrece. Su finalidad puede ser tanto expiatoria como de
agradecimiento. (Colodenco, D.,
Génesis: el origen de las
diferencias, Buenos Aires, Lilmod, 2009, p.376)
[ii]
Iakult Shimoni 101 con modificaciones según Tanjuma Buber citado
en Colodenco, D, Génesis.
El origen de las diferencias, op. cit, p.370.
[iii]
Derrida, J., Políticas de
la amistad seguido de El oído de Heidegger, trad. Patricio
Peñalver y Francisco Vidarte, Madrid, Trotta, 1998, p.86.
[iv]
Derrida, J.,
Adiós a Emmanuel Lévinas. Palabra de acogida,
trad. Julián Santos Guerrero, Madrid, Trotta, 1998.
[v]
Derrida, J. Políticas de
la amistad, op. cit., p.42.
[vi]
“Con la responsabilidad, en la experiencia de decisiones
absolutas, tomadas sin seguir un saber o una norma dadas, así
pues tomadas en la prueba misma de lo indecidible; con la fe
religiosa, a través de una forma de compromiso o de relación con
el otro que va, en el riesgo absoluto, más allá del saber y de
la certeza; con el don y el don de la muerte que me pone en
relación con la trascendencia del otro, con Dios como bondad que
se olvida de sí – y que me da lo que me da en una nueva
experiencia de la muerte.” (Derrida, J.
Dar la muerte, trad.
Cristina De Peretti y Francisco Vidarte, Buenos Aires, Paidós,
2000, p.17).
[vii]
Derrida, J., Dar la
muerte, op. cit., p.59.
[viii]
Peñalver, P., “Éticas del don. Aporías y negociaciones”,
Daîmon. Revista de
Filosofía, Universidad Nacional de Murcia, n.7, 1993.
[ix]
Derrida, J., Dar (el)
tiempo. La moneda falsa, trad. Cristina De Peretti,
Barcelona, Paidós, 1995. Ver especialmente cap.1 “El tiempo del
rey”.
[x]
La emuná es la fe
judía, natural y primaria; el hombre se encuentra aquí en
relación con la fe. En el segundo modo de fe, la cristiana (pistis),
el hombre se convierte a ella y en este sentido es inicialmente
una experiencia individual, aislada, y la comunidad surge como
la asociación entre individuos aislados que se han convertido.
Es la “fe en”. Buber deja a Jesús del lado judío y consigna a
Pablo el momento del aislamiento intelectual. Cf. Buber, M.,
Dos
modos de fe, Buenos
Aires, Caparrós, 1996.
[xi]
Taubes, J., La teología
política de Pablo, trad. Miguel García Baró-López, Madrid,
Trotta, 2007, p.27.
[xii]
Taubes, J., La
teología política de
Pablo, op. cit., p.42
[xiii]
Cf. Derrida, Dar la
muerte, op. cit., p.153.
[xiv]
Derrida, J., “Psyché. Invenciones del otro”,
trad. Mariel Rodés de Clérico y Wellington Neira Blanco en AA.
VV., Diseminario. La
descontrucción, otro descubrimiento de América, XYZ
Editores, Montevideo, 1987, pp. 62.
[xv]
Derrida, J., Dar la
muerte, op. cit., p.78.
[xvi]
Derrida, “Abraham, l’autre” en
Cohen, J. y Zagury-Orly, R.,
Judéités.
Questions pour Jacques Derrida,
Paris, Galilée, 2003, p.11. La traducción es nuestra.
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