PERDÓN,
HISTORIA Y
JUSTICIA:
NOTAS SOBRE LA
(IM)POSIBLE
RELACIÓN
CON EL
OTRO
Paulo Cesar Duque-Estrada
En Por amor a
Derrida, Mónica B. Cragnolini (Comp.), Buenos Aires,
La Cebra, 2008.
Como
todo tema vinculado al pensamiento de Derrida, el perdón se sitúa en
el corte inhallable de un “entre” diferencial –ni sensible ni
inteligible; ni empírico ni trascendental; ni óntico ni ontológico–
que puede, no obstante, ser concebido a partir
de una afirmación de Derrida según la cual “la deconstrucción
acontece”; o sea, no es una teoría, un método, o un movimiento
intelectual, sino un cierto modo de responder a lo que acontece en
el mundo. Este modo de responder, podríamos decir, se inscribe en un
inhallable “entre” lo que acontece en el mundo, por un lado, y que
solicita una respuesta del pensamiento, y, por otro lado, el
pensamiento que responde o intenta responder a tal solicitud. Se
trata, entonces, de un “entre” que no se reduce a la mera actividad
de las operaciones teóricas, metodológicas o prácticas realizadas
sobre
el mundo, ni a la mera pasividad de una recepción
de
lo que nos llega del mundo. Su pensamiento se da, de alguna manera,
“entre” esos dos momentos. De este modo, intentaré desarrollar esta
presentación, que tiene al perdón como tema central, en dos
momentos. En el primero, el énfasis recae sobre el perdón como una
huella inherente al pensamiento de Derrida;
en el segundo, el énfasis se disloca hacia el tema del perdón a partir
de un cierto acontecimiento, o sea, de algo que tiene lugar en el
mundo.
I
La deconstrucción, dice Derrida, es un pensamiento
de lo
imposible. Tal afirmación debe ser entendida tanto en el sentido de
un pensamiento que proviene de lo imposible como en el de un
pensamiento que piensa lo imposible:
Es en este sentido que el perdón, para referirnos luego al tema de
esta presentación, también será pensado por Derrida a través de una
experiencia de lo imposible o, más aún, de una experiencia que es,
ella misma, imposible. En otros términos, se trata aquí de una
experiencia del pensamiento,
del
perdón y
sobre
el perdón, que no se encuadra en el modelo de ninguna razón
metafísica en la que el perdón es situado a partir de ciertas
condiciones o de ciertos mecanismos que posibilitan su
efectivización.
¿Pero por qué este tema del perdón? ¿Y de qué modo se vincula a un
pensamiento de lo imposible? El tema del perdón comparece en el
pensamiento de Derrida en un momento en que él se esfuerza por
reinscribir ciertas discusiones respecto de cuestiones
ético-jurídico-políticas en otro campo, más allá de los paradigmas
de la reconciliación y de la totalidad. Para que podamos situar, de
un modo inmediato, las razones de su desconfianza respecto a los dos
paradigmas indicados, voy a citar algunos pasajes de una larga
respuesta a una de las preguntas dirigidas a Derrida en un debate
que se encuentra publicado en el libro de John Caputo
Deconstruction in a Nutshell.
Interrogado acerca de si habría aún algún lugar para la unidad
después de la deconstrucción; una vez que aconteció el trabajo de la
deconstrucción, que consiste, justamente, en relajar la unidad de
las totalidades y de las identidades —a través de sus fisuras y
rupturas internas—,
en favor de la diversidad, de lo múltiple; interrogado acerca de si,
con un tal favorecimiento de la multiplicidad, no cabría el peligro
de perder de vista la unidad de lo que es común, de lo que se dice
respecto a todos, Derrida responde lo siguiente:
Las más rigurosas deconstrucciones nunca se autoproclamaron como
posibles. Y yo diría que la deconstrucción no pierde nada en admitir
que ella es imposible (...).
Posibilidad,
para una operación deconstructiva, significaría, más bien, peligro.
El peligro de tornarse un conjunto disponible de procedimientos,
métodos y aproximaciones accesibles basados en reglas. El interés de
la deconstrucción, de una tal fuerza e deseo que ella pueda tener,
es una cierta experiencia de lo imposible.
No creo que tengamos que elegir entre unidad y multiplicidad. (...)
La deconstrucción (...) viene insistiendo no en la multiplicidad por
sí misma, sino en la heterogeneidad, en la diferencia, en la
disociación, que es absolutamente necesaria para la relación con el
otro. Aquello que rompe la totalidad es la condición para la
relación con el otro. El privilegio que se garantiza a la unidad, a
la totalidad, a conjuntos orgánicos, a la comunidad en tanto todo
homogéneo, —esto es un peligro para la responsabilidad, para la
decisión, para la ética, para la política. Es la razón por la cual
yo insisto sobre aquello que impide que la unidad sea cerrada o se
cierre sobre sí misma. (...) Para que se entienda eso, es preciso
prestar atención a lo que yo llamaría singularidad. Singularidad no
es simplemente unidad o multiplicidad. (...) Evidentemente, nosotros
precisamos de la unidad, de alguna forma de reunión, de alguna
configuración. Pura unión o pura multiplicidad (...) sería sinónimo
de muerte. Lo que me interesa es el límite de toda tentativa de
totalización, de reunión, (...), el límite (...) de este movimiento
unificador, el límite que [tal movimiento] tiene que encontrar,
porque la relación de la unidad consigo misma implica alguna
diferencia.
Para ser más concreto, tomemos el ejemplo de una persona o de una
cultura. Hoy en día con frecuencia se hace referencia a la identidad
cultural —por ejemplo, identidad nacional, identidad lingüística, y
así en lo sucesivo. En algunos momentos, las luchas realizadas bajo
la bandera de la identidad cultural, identidad nacional, identidad
lingüística, son luchas nobles. Pero, al mismo tiempo, las personas
que luchan por su identidad precisan tener en cuenta el hecho de que
la identidad no es la auto-identidad de una cosa, este vaso, por
ejemplo, o este micrófono, sino que la identidad implica una
diferencia en ella misma. Esto es, la identidad de una cultura es un
modo de ser diferente de ella misma; una cultura es diferente de
ella misma; el lenguaje es diferente de él mismo, una persona es
diferente de si misma. Cuando se tiene en cuenta esta diferencia
(...), entonces se percibe al otro, y se comprende que la lucha por
la propia identidad no es exclusiva en relación a otra identidad,
sino que es abierta a otra identidad. Esto es lo que previene del
totalitarismo, del nacionalismo, del egocentrismo, etc. (...) La
identidad es [por lo tanto] una identidad que se auto-diferencia de
sí misma, una identidad diferente de ella misma, que contiene una
apertura o laguna en sí misma. Esto afecta por completo a cualquier
estructura, pero es un deber, un deber ético y político, el de tener
en cuenta esta imposibilidad de ser uno consigo mismo. Es porque yo
no soy uno conmigo mismo que yo puedo hablar con el otro y dirigirme
al otro. Esto no es un modo de evitar la responsabilidad. Al contrario,
es el único modo para mí de asumir responsabilidad y tomar
decisiones.
Cabe observar, abriendo aquí un paréntesis, que, implícita a toda
esta serie de imposibilidades (imposibilidad de totalización, de
reconciliación
con la alteridad en una común-unidad, de una relación a sí sin
desvío, sin exterioridad, o, aún, de reapropiación o de retorno a un
sí
en cuanto tal),
implícita a toda esta serie de imposibilidades, decimos, ya se
encuentra también una crítica al propio concepto de sujeto, no sólo
en lo que se refiere a su supuesto auto-centramiento; sino también a
la atribución de este supuesto auto-centramiento al hombre como su
marca esencial y distintiva. Hago aquí esta observación, entre
paréntesis, apenas para anticipar en qué medida el tema del perdón,
tal como es propuesto por Derrida, es afirmado como siendo del orden
de lo imposible. ¿Por qué imposible? Imposible, si cabe aquí una
respuesta directa a esta pregunta, porque se inscribe más allá de la
reconciliación, de la totalidad, de la centralidad del sujeto y, por
extensión, del humanismo. En otros términos, su acontecer no se
refiere a nada que se encuadre en el ámbito de la fundamentación,
del cálculo, de la organización, de la previsión, del control, de
las economías de intercambio, restitución, compensación, y en fin,
de la lógica intrínseca a aquello que Heidegger llamó ‘metafísica de
la subjetividad’. La urgencia con que Heidegger expresa la necesidad
de alejarse del concepto de sujeto -y consecuentemente, de la
totalidad y de la reconciliación- y de su vínculo, supuestamente
natural y auto-evidente, con el hombre, es también compartida por
Derrida. En palabras de Heidegger:
El hombre como ser racional de la época del Iluminismo no es menos
sujeto que el hombre que se autopercibe como nación, que se desea a
sí mismo como pueblo, que se autopromueve como raza y, finalmente,
que se autoriza como señor de la tierra.
Pero, como se sabe, según Derrida el pensamiento de Heidegger acaba
por potenciar y refinar, en cierta medida, aquello mismo que
pretende criticar. Ocurre que, si por un lado, los motivos de la
propiedad
(Eigentlichkeit)
y de la verdad del ser, que son absolutamente centrales al
pensamiento de Heidegger, logran destruir el humanismo y el
antropologismo
metafisico, por otro lado, estos mismos motivos acaban por
constituir, como dice Derrida, “otra insistencia del hombre,
claudicando, superando, supliendo” aquello mismo que es blanco de su
destrucción. A pesar de todos los dislocamientos y estremecimientos
que provoca sobre el edificio metafísico y, en particular, sobre el
concepto de sujeto, el
Dasein
heideggeriano, este ente que
nosotros
somos y que se caracteriza, esencialmente -esto es, en aquello que
le es más
propio-,
por la comprensión del ser (o su apertura al ser), acaba ocupando el
lugar del sujeto, preservando de este último, observa Derrida,
ciertos rasgos que le son esenciales, como por ejemplo, y en primer
lugar, el de la relación a sí. De este modo, en la relación
propia
consigo mismo, el
Dasein,
incluso no siendo más el sujeto, acaba no sólo preservando la
estructura de la relación a sí
en cuanto tal
(que pasa, entonces, a ser entendida en cuanto relación al ser),
sino también repitiendo la atribución de esta estructura al hombre,
como su marca esencial y distintiva. Por lo tanto,
también en Heidegger hay que advertir una especie de
continuum metafisico,
si se lo puede llamar así, que liga, como dice Derrida, “el nosotros
del filósofo al ‘nosotros-hombres’, al
nosotros
en el horizonte de la humanidad”; como si “el signo ‘hombre’,
continúa Derrida, no tuviese cualquier origen, cualquier límite
histórico, cultural, lingüístico”. Basta recordar, en relación a
esto, la afirmación del propio Heidegger, que dice que es necesario
pensar contra el humanismo porque éste “no coloca bastante alto la
humanitas
del hombre”. Para Derrida, por insistir en el signo “hombre”, aunque
sea por vías distintas a las del humanismo, el pensamiento
heideggeriano comporta todavía un cerramiento que niega, excluye o
reprime la disociación, la heterogeneidad, que es estructural tanto
a la identidad como a la relación con el otro. El privilegio que
Heidegger otorga a lo que denomina
Versammlung,
“reunión”
(gathering,
dice Derrida en inglés) constituye una
figura
de este cerramiento que siempre se sobrepone, que es siempre más
poderoso, observa Derrida, que la disociación. Para Derrida, es
preciso pensar según un movimiento opuesto. Cito un pasaje más del
ya referido texto de su respuesta:
Cuando se atribuye un privilegio a la reunión y no a la disociación,
no se deja ningún espacio para el otro, para la radical otredad del
otro
(otherness of the other)
para la radical singularidad del otro. Desde este punto de vista, yo
pienso que la separación, la disociación, no es un obstáculo para la
sociedad, para la comunidad, sino su condición. Disociación,
separación, es la condición de mi relación con el otro. Yo puedo
dirigirme al Otro solamente en la medida en que hay una separación,
una disociación, de tal modo que yo no puedo sustituir al otro y
viceversa.
Siendo así, si la relación con el otro es, al mismo tiempo, marcada
y transformada por una laguna, por un hiato insuperable en relación
a él; en otras palabras, si la relación con el otro se constituye en
una situación que es, siempre, de proximidad y de alejamiento
simultáneos; esto quiere decir que yo nunca puedo aprehender al
otro, apropiarme de él, conocerlo “por dentro” etc. Sin embargo, es
esta imposibilidad lo que posibilita todo “ser-con”; comunitario,
identitario, etc. De este modo es
que la disociación, insiste Derrida, es “la condición de
la
comunidad, la condición
de cualquier unidad en cuanto tal”.
La argumentación de Derrida sugiere, por lo tanto,
que si, por un lado, toda y cualquier discusión ético-política
siempre se da en el contexto de un supuesto “nosotros” cohesivo,
aglutinante, unificador, identitario, un “nosotros” nacional,
cultural, lingüístico, etc; por otro lado, siempre es preciso
resistir a la adhesión inmediata, no problemática, de este
“nosotros”, y abrir un espacio para interrogar: “¿nosotros
quiénes?”, ‘¿quién dice ‘nosotros’?”, “‘¿en base a qué, o con vistas
a qué, se dice ‘nosotros’?”, “quién responde y quién dice el qué en
cuanto al ‘nosotros’?”, etc. Con este tipo de indagación, Derrida
no quiere destruir o invalidar teóricamente cualquier experiencia de
un “nosotros”, y mucho menos impedir cualquier responsabilidad
ética, jurídica o política. Al contrario,
quiere pensar de otro modo la experiencia del “nosotros” y la
exigencia de responsabilidad intrínseca a esta misma experiencia,
quiere pensarla fuera del paradigma del todo y de la reconciliación,
en un pensamiento más radical, por así decir, que, como intentaremos
ver a continuación, encierra los aspectos esenciales de la
afirmación y del perdón.
Preguntemos, entonces: ¿afirmación y perdón en qué sentido? O ¿qué
significa un pensamiento de la afirmación y del perdón que, como ya
dijimos, no se orienta por los valores de reconciliación y de
totalidad, aunque tampoco abraza la simple proliferación de lo
múltiple?
Afirmación aquí significa afirmación de la diferencia, de la
heterogeneidad, y, por lo tanto, de la alteridad que, de acuerdo con
Derrida, como vimos, es
condición inseparable de toda unidad, de toda
identidad, de toda experiencia de un “nosotros”; en una palabra, de
todo “estar en relación con..”. Significa el imperativo de hacer
justicia a la alteridad y resistir a toda forma de represión,
exclusión o negación de la misma; lo que, por otro lado, siempre se
verifica justamente cuando se instituye y se preserva una unidad,
una identidad, un “nosotros”, o en última instancia, algo en
su supuesta presencia en
tanto tal. Para este pensamiento, que reconoce la
necesidad, el deber o la responsabilidad de hacer justicia a la
radical exposición a la alteridad que, siempre y necesariamente, anticipa
y
atraviesa la formación de toda y cualquier subjetividad, por tanto,
de toda y cualquier forma de relación a sí, esta última, la relación
a sí, no puede ser otra cosa sino, dice Derrida, una relación “de
différance,
esto es, de alteridad o de rastro (huella)”. En una palabra, hay
en toda relación a sí una exterioridad que le es intrínseca y que le
impide cerrarse en una totalidad. En este sentido, todo movimiento
de re-apropiación —que se procesa a partir
de y en dirección a una supuesta presencia dada
en tanto tal—
es siempre y ya un movimiento, como dice Derrida, de
ex-apropiación;
movimiento errante,
desposeído de sí en su origen y destino. Podríamos decir, de un modo
sucinto, que la afirmación a la que nos estamos refiriendo aquí, a
propósito del pensamiento derridiano, se vincula a este movimiento,
tan inestable como productor, ni humano ni inhumano, de la
ex-apropiación. De esta afirmatividad ex-apropiante dice Derrida,
“algo como el sujeto, el hombre o lo que quiera que sea puede tomar
forma”. En este movimiento ex-apropiante nada se estabiliza, vale
decir, nada se presenta
en su supuesta presencia
en tanto tal. La estabilización aquí sólo puede
ser provisoria, gracias a una denegación de su exposición a la
alteridad. Relativa estabilización, por lo tanto,
dice Derrida, “de aquello
que
permanece inestable,
o mejor, no estable.
La ex-apropiación, continúa, no se cierra más, jamás se
totaliza”. Podríamos decir todavía, para concluir, que justamente
por su carácter ex-apropiante, ella se inscribe como una afirmación
infinitamente
irreductible, ya que no se reduce ni al hombre, ni a
Dios, ni al ser, ni a ninguna otra cosa.
¿Y en cuanto al perdón? Me arriesgaría a decir que el perdón es,
antes
que nada, un aspecto inseparable de esta afirmatividad ex-apropiante
a la que acabamos de referirnos. ¿De qué modo? Es preciso enfatizar,
inicialmente, que esta afirmatividad que, como vimos, es anterior al
sujeto —y, por lo tanto,
al hombre, al fundamento, al cálculo,
etc—
se manifiesta en
figuras
relativa y provisoriamente estables; lo que quiere decir que su
“manifestación” no se deja pensar en los términos de un
en tanto tal
de la presentación, de la revelación, del desocultamiento, y,
mucho menos, de la objetividad, ya que, en todos estos casos, alguna
forma de presencia se encuentra siempre presupuesta. Por esta misma
razón, además, tal afirmatividad tampoco se deja pensar como
manifestación. Distanciándose de todo eso, ella se deja pensar,
antes,
como acontecimiento, como lo que tiene lugar, pero nunca en cuanto
tal. Acontecimiento, aquí, se vincula a la modificación, a la
revolución, a la transformación de las cosas o de un estado de
cosas. No obstante (y es ahí donde pienso poder situar el perdón
como una huella de tal pensamiento) siempre que tal acontecimiento
se deja representar en el
en tanto tal de una verdad, objetiva o
desocultante, en un discurso apropiador, fundamentado, coherente,
delimitado, etc., en este momento, lo infinitamente irreductible
sufre una reducción, lo absolutamente singular se generaliza en la
estructura de una universalidad transmisible, lo nuevo y
transformador se regulariza en la lógica interna de un orden
discursivo, lo que es otro se torna escudo protector de un orden
familiar y auto-confirmador. Esta disimetría no es, en absoluto, un
accidente hallable en la lengua; ella es el propio accidente, si
podemos decirle así, estructural a la propia lengua, el perjurio y
la traición originales
contra los cuales el lenguaje siempre se vuelve y se subleva, siendo
éste, sin embargo, su propio movimiento afirmador.
Para pensar este momento primero, que es siempre y ya traicionado en
el corazón mismo de la afirmación, el momento de radical exposición
a la alteridad que es
anterior
a la lengua de la universalización, de la transmisión, de la
comunicación, del cálculo, Derrida
se refiere a la
Zusage
de Heidegger, la aquiescencia o el asentimiento al lenguaje, que
supone la cuestión más originaria; y a la doble afirmación en
Nietzsche, que responde aún
antes
de poder formular una pregunta. Una formalización de este vínculo
originario con la alteridad, al mismo tiempo secreto, por anterior
al querer decir de todo discurso, y traicionado, justamente por
hacerse representar en el orden del discurso, es presentada por
Derrida, en
Donner la mort
a propósito del pasaje bíblico de la prueba impuesta por Dios a
Abraham. Dice Derrida:
La demanda de secreto comienza en este instante
[o sea, en el instante en que Dios, invoca a Abraham, y éste,
prontamente, responde: “Heme aquí”]: Yo pronuncio tu nombre, tú te
sientes convocado por mí, tú dices “Heme aquí” y te comprometes con
esta respuesta a no hablar de nosotros, de este intercambio de
palabras, de esta palabra dada, a nadie, a responder solamente a mí
(...); tú ya te comprometiste a guardar entre nosotros el secreto de
nuestra alianza, de esta convocatoria y de esta co-responsabilidad.
El primer perjurio consistirá en traicionar este secreto.
Es así como el perdón viene a caracterizar un pensamiento que no
sólo realiza la experiencia de una tal disimetría de la lengua, sino
que también reconoce esta disimetría como el ámbito mismo de nuestra
morada, ámbito del cual no podemos salir, pero sí afirmarlo
infinitamente. En esta afirmación, lo que se encuentra todo el
tiempo en juego, es un imperativo, imposible, de hacer justicia a la
alteridad. Así, más allá de las economías del pedir y del dar el
perdón, el perdón se inscribe como condición para un pensamiento
que, excediendo la crítica, quiere asumirse como una vigilancia
permanente contra los inevitables dogmatismos del lenguaje. Lo que
se pretende con tal vigilancia no es, lo que quizás sea todavía el
caso de la crítica, oponer a la multiplicidad de los discursos
tradicionales sobre el hombre, el sujeto, la historia, etc., otro
discurso, mejor fundamentado, más riguroso, sobre estas “mismas
cosas”; el hombre, el sujeto, la historia, etc. Distintamente de
esto, lo que se pretende, dice Derrida, “es analizar sin
fin
y en sus intereses toda la maquinaria conceptual que permitió, hasta
aquí, que se hable de ‘sujeto’” o, nosotros podríamos añadir, de
cualquier otra cosa. De otro modo, y esta es la urgencia
directamente implicada en el pensamiento derridiano, por más bien
intencionadas que sean las razones de un discurso, el dogmatismo
será siempre inevitable.
II
Es en esta perspectiva que Derrida dirige su atención hacia una
confrontación que tuvo lugar en el contexto de los debates ocurridos
en 1964, en Francia,
sobre la cuestión de la imprescriptibilidad de los crímenes nazis
contra la humanidad. No se trata de la confrontación o de las varias
confrontaciones que probablemente ocurrieron entre las diferentes
perspectivas —de naturaleza ética, jurídica o política— de aquellos
que se encontraban directamente involucrados en la discusión. Lo que
llama la atención de Derrida es una confrontación que tiene lugar
allí entre, de un lado, la historia, pensada de un modo u otro en el
horizonte de la reconciliación, o sea, la historia como refiriéndose
siempre a algún tipo de conciliación —y, podríamos observar
brevemente que, en este sentido, la historia es siempre pensada
también, de un modo u otro, como historia del perdón—, y, del otro
lado, la argumentación de Jankélévitch que, en el referido debate,
hace implosionar a tal pensamiento de la historia. “El perdón, dice
Jankélévitch, murió en los campos de la muerte”. O sea, el perdón se
tornó imposible.
En una referencia que no se limita a aquellos directamente
implicados en el proyecto y en la administración de los campos de
exterminio, la afirmación de Jankélévitch se dirige a lo que sería
una horrible connivencia si no de un pueblo entero, al menos de los
alemanes de su generación:
¡El perdón! ¿Pero alguna vez nos pedirán perdón? Es solamente la
desesperación y el abandono del culpable los que pueden dar un
sentido y una razón de ser al perdón. Cuando el culpable es gordo,
bien nutrido, próspero, enriquecido por el ‘milagro económico’, el
perdón es un siniestro chiste. No, el perdón no fue hecho para los
cerdos y sus cerdas. El perdón murió en los campos de la muerte.
Nuestro horror por aquello que el entendimiento propiamente hablando
no puede concebir, sofocaría la piedad ya en su nacimiento (...) si
es que el acusado puede inspiramos piedad...
Lo que está implicado aquí es más que una imposibilidad local,
situada, de perdonar. Es toda una concepción de la historia,
entendida en términos de reconciliación. Tal vez la idea misma de
historia es la que entra en colapso, la que encuentra aquí su límite
y su imposibilidad.
Pero es exactamente este “tornarse imposible” lo que interesa a
Derrida. Para él, este “tornarse imposible” es lo que caracteriza a
todo acontecimiento digno de llamarse “acontecimiento”. ¿Cómo
entender eso?
Si alguna cosa sucede como efectivización de una posibilidad, esto
significa que ya estaba dada o inscripta, en tanto posibilidad, en
el orden del cálculo, de la previsión, de la familiaridad, de la
disponibilidad, o en síntesis, en el orden de lo mismo. De este
modo, dicha cosa no se refiere a la esfera de lo que es otro, de la
esfera propiamente dicha del acontecimiento. Es en este sentido que,
para Derrida, sólo lo imposible acontece. De ahí su interés por este
“tornarse imposible” del perdón.
Derrida problematiza, entonces, toda una arquitectura
conceptual-metafísica implícita en la forma tradicional de pensar la
cuestión del perdón. Es preciso, como él dice, “[problematizar toda
una] economía corriente del perdón que domina la semántica
religiosa, jurídica, política y también psicológica del perdón, de
un perdón tomado en los límites humanos o antropo-teológicos del
arrepentimiento, de la confesión, de la expiación, de la
reconciliación o de la redención”.
Existe, por lo tanto,
toda una correspondencia metafísica, de naturaleza práctica y
conceptual, entre el cometer y el sufrir el mal, entre, de un lado,
el arrepentimiento, la confesión, el castigo y el pedir perdón, y,
del otro, la implementación del castigo, la posibilidad de la
absolución, por un acto de gracia, y el otorgamiento del perdón.
Todas estas correspondencias se procesan en el horizonte de la
reconciliación y, por ende, de la restauración o de la reintegración
de una comunidad que, provisoriamente, se ve rota. Una serie de
cuestiones pasan a ser formuladas por Derrida, pero en el transcurso
de esta presentación yo sólo indicaré algunas, y aún así,
indirectamente. Son cuestiones del tipo: ¿Quién pide perdón?, ¿Quién
se encuentra en el derecho –y qué fundamenta y legitima tal derecho–
de castigar, de dar la gracia (o sea, de no castigar) y de perdonar?
¿En nombre de qué se castiga y se perdona? ¿Cuál es la medida para
avalar el castigo como precio para la justa obtención del perdón?
¿Cuál es el patrón para que, legítimamente, se pueda colocar el mal
cometido, el castigo, el perdón y la redención como términos
intercambiables?
Es interesante observar, además, que no siempre la imposibilidad de
funcionamiento de esta economía del perdón significa el colapso de
la lógica de esta misma economía. Como en el caso de la pena de
muerte, que no sólo no deja de ser un elemento previsible en el
funcionamiento de la propia maquinaria del perdón, sino que, mucho
más que eso, constituye un elemento de ligazón entre las instancias
ontológica, teológica, jurídica y política de la tradición del
pensamiento metafísico: “...estaré tentado de decir, sostiene
Derrida, que no se puede comenzar a pensar lo teológico-político, ni
tampoco lo onto-teológico-político, si no es a partir
de este fenómeno del derecho penal que se llama pena de muerte”.
Hay, en este sentido, por lo menos una doble relevancia de la
cuestión de la pena de muerte para la filosofía. En primer lugar,
porque se trata menos de un mero fenómeno o artículo del derecho
penal que de, en el interior de esta misma tradición, “la condición
cuasi trascendental del derecho penal y del derecho en general”. [Lo
cuasi trascendental sería ahí la relación íntima e indisociable
entre, de un lado, la fundamentación y la ejecución de la pena de
muerte y, del otro, el concepto de soberanía sobre la vida y la
muerte “de las criaturas o de los sujetos”.] En segundo lugar, tal
como Derrida advierte y anuncia a su lector de una forma
desconcertante, porque se trata de una condición que sigue impensada
a lo largo de toda la historia de la filosofía. Derrida:
Para decir de un modo breve y económico, yo partiría de aquello que,
hace mucho tiempo, es para mí el dato más significativo y más
pasmoso, también el más insólito de la historia de la filosofía
occidental: jamás,
que yo sepa,
ningún filósofo en cuanto tal, en su discurso propia y
sistemáticamente filosófico, jamás ninguna filosofía en cuanto tal,
impugnó la legitimidad de la pena de muerte. De Platón a Hegel, de
Rousseau a Kant (este último, sin duda, el más riguroso de todos)
todos ellos, cada uno a su modo, y a veces no sin dificultad y sin
remordimiento (Rousseau), tomaron expresamente partido
por
la pena de muerte.
A propósito de esto, Derrida se refiere con más detalle a Kant,
precisamente por tratarse de una
figura
ejemplar, por el rigor de su coherencia. Kant hace una distinción
entre “pena natural” que se da fuera del derecho y de toda
institución (la
auto-punición
de orden interior, privada, que una persona, al sentirse culpable,
se inflinge a sí misma), y la “pena forense”
(hetero-punición),
o sea, “la punición propiamente dicha, administrada desde afuera por
la sociedad, a través de sus aparatos jurídicos y sus instituciones
históricas”. La argumentación de Kant,
que se despliega a partir de esta distinción, entre “pena natural”
como auto-punición y “pena forense” como hetero-punición, sustenta
que aquel que se siente culpable debe, en palabras de Derrida, “en
cuanto persona y sujeto racional,..., comprender, aprobar, e incluso
exigir la punición -e igualmente el castigo supremo; [pues] esto [la
aceptación] transforma toda punición institucional y racional venida
de afuera (pena forense) en punición automática y autónoma,
[indiscernible, por lo tanto, de la pena interior] (pena natural);
el culpable debe dar razón a la sentencia, debe dar razón a la razón
jurídica que tiene razón sobre él -y lo conduce a condenarse él
mismo a la muerte”.
La fuerza de esta argumentación kantiana, con todo, trasciende los
límites de la propia filosofía. El siguiente pasaje sobre la esencia
sacrificial
de la pena de muerte, que yo cito extrayendo del texto de Derrida,
pertenece a Baudelaire:
La pena de muerte es el resultado de una idea mística que hoy es
totalmente incomprendida. La pena de muerte no tiene por finalidad
salvar
a la sociedad, por lo menos materialmente. Tiene por finalidad
salvar
(espiritualmente) a la sociedad y al culpable. Para que el
sacrificio sea perfecto es preciso que haya consentimiento [¡todavía
un argumento kantiano!] y alegría por parte de la víctima. Dar
cloroformo a un condenado a muerte sería una impiedad, pues le
retiraría la conciencia de su grandeza como víctima, y le suprimiría
las chances de ganar el Paraíso.
Volviendo a la argumentación de Jankélévitch, en conexión con lo que
acabo de señalar muy rápidamente, -o sea, la pena de muerte como un
elemento que no contraría sino que es parte del funcionamiento de la
maquinaria tradicional, metafísica, del pensamiento sobre el perdón-
en la argumentación de Jankélévitch hay algo distinto. Hay algo
distinto porque el perdón, tanto en una escala individual como en
una escala histórico-social y política, se tornó imposible. Es toda
una economía metafísica del perdón que colapsa. Pero colapsa a partir
de ella misma, y Jankélévitch, según Derrida, continúa inserto en
esta misma tradición metafísica, religiosa, jurídico-política del
perdón. Sólo que ahora, y éste es el conflicto que su argumento
implica, ni la pena de muerte salva esta lógica del perdón. Es que
el crimen superó las fronteras de lo humano; no hay pena que le
pueda ser proporcional, ni siquiera la pena de muerte. Y, por lo
tanto, si no hay pena, no hay perdón posible y, consecuentemente, no
hay ni redención ni reconciliación. Jankélévitch:
No se puede punir al criminal con una punición proporcional a su
crimen: pues,
ante
lo infinito, todas las grandezas finitas tienden a igualarse; de
modo que el castigo se toma algo cuasi indiferente; lo que aconteció
[la Shoah] es literalmente
Inexpiable. Ya no se sabe más a quién dirigirse,
ni a quién acusar.
La propia maquinaria conceptual acerca del perdón deja de funcionar
a partir
de ella misma. En un intercambio de correspondencia amistosa con un
joven alemán, que manifiesta su completo repudio contra los nazis,
Jankélévitch, al mismo tiempo, desea y lamenta el hecho de que en el
futuro, o incluso próximamente, la reconciliación será inevitable
entre aquellos de la generación de su interlocutor. Es un hecho
irrevocable en el irreprimible flujo temporal de las generaciones
que se siguen unas a las otras. Y él desea que así sea, en nombre de
la co-existencia entre los hombres, en nombre de la propia historia.
Pero, al mismo tiempo, lamenta que así sea. Porque con tamaña
monstruosidad de la ofensa se perdió irreversiblemente algo que, de
acuerdo con su lógica tradicional, el perdón aún podría rescatar. En
este sentido, ya no hay más cómo pensar una auténtica realización
del perdón y de la reconciliación. Como explica Derrida:
[Jankélévitch considera] que esta reconciliación [que acontecerá
entre las nuevas generaciones], y este perdón, serán ilusorios y
mentirosos. No serán formas auténticas de perdón, sino síntomas,
síntomas de un trabajo de luto, de una terapéutica del olvido, del
paso del tiempo: en suma, un tipo de narcisismo [porque restituye,
de un modo fingido o denegado, la integridad de una relación a sí
que fue desgarrada], de reparación y de auto-reparación.
Y más adelante, agravando aún más tal imposibilidad, continúa
Derrida:
[Jankélévitch sabe que] la historia continuará y, con ella, la
reconciliación, pero con el equívoco de un perdón confundido con un
trabajo de luto, con un olvido, una asimilación del mal, como si,...
el perdón de mañana, el perdón prometido, tendrá que transformarse
en trabajo de luto (una terapéutica,..., una manera de ser mejor con
el otro y consigo mismo para poder continuar trabajando,
participando en intercambios, comerciando, viviendo y usufructuando)
pero, más gravemente, en trabajo de luto del propio perdón, el
perdón haciendo su luto del perdón [porque lo que se perdió,
irreversiblemente, fue la posibilidad misma del perdón]. La historia
continúa sobre el fondo de la interrupción de la historia, o mejor,
en el abismo de una herida infinita y que, en la cicatrización
misma, permanecerá, deberá permanecer, como herida abierta y no
suturable.
Y, sin embargo, es justamente ahí, al tornarse imposible, que
Derrida ve brotar la posibilidad de pensar el perdón digno de este
nombre, “perdón”. Pues el perdonar que se formula a partir de una
lógica bien determinada que regula las relaciones entre el
reconocimiento de la culpa, la confesión, el pedir perdón, la
punición, la reparación, el perdón concedido, la redención y la
reconciliación; o sea, un perdonar que resulta de la operacionalidad
de toda esta lógica, no es perdón, sino más bien el resultado de un
cálculo. El perdón “digno de este nombre”
–expresión,
además, que Derrida comenzó a usar con cierta frecuencia en sus
últimos textos para realzar el hecho mismo de la
singularidad
de lo que quiere que, a través del pensamiento, se pretenda
respetar y hacerle justicia; aquí, en este caso, la singularidad del
perdón–, el perdón digno de este nombre, decía, se muestra ahora
imposible. Y, sin embargo, sólo así, siendo imposible, puede
acontecer.
Acontecimiento e imposibilidad, como vimos, no se excluyen en el
pensamiento derridiano; al contrario, son inseparables; según
Derrida, solamente lo imposible acontece. Intentando dar cuenta de
esta argumentación contorsionada, aporética y paradojal de Derrida,
John Caputo dice lo siguiente:
Lo imposible no quiere decir una simple contradicción lógica, pero
sí aquello cuya llegada nos toma por sorpresa y nos deja atónitos,
preguntándonos cómo fue posible, cómo lo imposible se volvió también
posible, cómo fue posible ir donde no podemos ir.
Regresando al volverse imposible del perdón declarado en el texto de
Jankélévitch, texto éste, que a su vez, pertenece a la propia
tradición metafísica occidental del pensamiento no sólo religioso
sino también filosófico, jurídico-político del perdón, Derrida
adelanta la siguiente observación:
Es como si esta misma tradición [de la cual Jankélévitch es un
representante] comportara en ciernes una inconsecuencia, una
potencia virtual de implosión o de auto-deconstrucción, una potencia
de lo imposible. (...) Allí donde, en efecto, hay lo imperdonable
como inexpiable, allí donde Jankélévitch concluye, en efecto, que el
perdón se tornó imposible, y que la historia del perdón llega a su
fin, nosotros nos preguntaremos si paradójicamente la posibilidad
del perdón como tal, si tal cosa existe, no tiene ahí su origen.
Nosotros nos preguntaremos si el perdón no comienza allí donde
parece terminar, donde parece im-posible, justamente en el fin de la
historia del perdón, de la historia como historia del perdón.
Estas consideraciones de Derrida sobre el perdón, que aquí yo
pretendí apenas situar en líneas muy generales, mantienen una íntima
relación con otra discusión previa en su obra sobre el derecho que,
para finalizar, intentaré situar, igualmente, en sus trazos
generales.
La cuestión del derecho, en verdad, acaba apareciendo de un modo
inevitable en el pensamiento de Derrida,
y esta inevitabilidad él mismo la expresa en la siguiente frase: ‘la
deconstrucción es la justicia.’
Es una afirmación polémica, que generó y genera muchas discusiones,
pero mi objetivo aquí es apenas situar qué tipo de discusión está en
juego en esta afirmación, “la deconstrucción es la justicia”,
y lo que hay de semejante entre, de un lado, el modo aporético de
tratar el perdón y, del otro, la discusión a propósito del derecho.
Pasemos, entonces, a la cuestión del derecho.
Una vez que la esfera del derecho es aquella de la fuerza
auto-reglada, de la “fuerza justa” –y Derrida echa mano con
frecuencia de la expresión inglesa “to
enforce the law”, que hace alusión directa a la fuerza que
se encuentra involucrada en la aplicación jurídica de la ley–, en
contraposición al que sería el dominio puro y simple de la
violencia, de la fuerza como violencia siempre injusta, Derrida
cuestiona la pretensión del derecho de afirmarse como el “lugar”
mismo de la justicia. O sea, a partir de esta contraposición entre
fuerza legitimada y fuerza no legitimada, Derrida problematiza el
concepto mismo de justicia que se hace en los términos del derecho.
Si la fuerza es un elemento esencialmente involucrado en ese
concepto de justicia, que piensa la “justicia como derecho” y, por
lo tanto, algo que es esencialmente
enforced,
algo esencialmente aplicado por la fuerza, entonces, la simple
correlación entre derecho y justicia se convierte en un problema. Es
verdad, observa Derrida, “que hay leyes no aplicadas, pero no hay
ley sin aplicabilidad, ni aplicabilidad (o
enforceability)
de la ley sin fuerza, sea esta fuerza directa o no, física o
simbólica, exterior o interior, brutal o sutilmente discursiva y
hermenéutica, coercitiva o regulativa, etc”.
En este sentido, la pretendida separación entre, de un lado, la
“fuerza de ley”, que se considera justa, y, del otro, la violencia,
que siempre
se considera injusta, pasa a ser un problema. ¿Quién determina la
línea divisoria entre ambas? ¿Y cuáles son los criterios que
legitiman el poder de aquel que establece tal línea divisoria?
¿Aquellos que disponen de tal poder, mismo sin ser, de hecho, los
propietarios de la justicia, se encuentran, por lo menos, en un
camino auténtico, universalmente legitimable, en dirección a ella?
¿O no será que la autoridad de los representantes de la ley -en
cualquier nivel que ella se dé; la autoridad de los maestros, de los
especialistas, de los colonos, de los señores, de los jueces, etc.—
no se asienta, antes, en una relación interdicta, de alguna forma,
con la propia ley?
Justamente por el hecho de que la ley no se presta a la posesión, ni
por parte de alguien ni por parte de alguna institución, su
representación, la representación de la ley, comportará siempre e
inevitablemente una violencia. La verdad de los representantes de la
ley, su saber, su autoridad, su competencia, se instituye,
antes
que nada, con base en un gesto de fuerza, en una fuerza de ley. En
este sentido, el perfeccionamiento del Derecho se muestra
inseparable de su propia deconstrucción.
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