Estas tres preguntas lo único que hacen es articular un solo problema,
que se plantea claramente no en, sino por los ensayos de
La escritura y la diferencia:[ii]
concretamente, allí donde se lee que la diferencia[iii]
no está en la historia. (Tal problema no ha sido resuelto posteriormente
en los restantes escritos de Derrida, lo cual... ¿acaso significa,
precisamente, que no habría cambio, historicidad, en la obra de Derrida
a propósito del problema de la historicidad misma?) Se trata, en todo
caso, de preguntas que parecen a primera vista extrañas a la
problemática de Derrida; por ejemplo, él mismo rechazó a menudo tomar
siquiera en consideración la cuestión del «desarrollo» de su
pensamiento.[iv]
En las páginas a las cuales me gustaría referirme ahora más
concretamente (su texto
Posiciones, procedente de diversas entre-vistas
realizadas entre 1967 y 1971), el pensador franco-argelino declara
incluso que «desconfía profundamente del concepto de historia».
Justo en esas páginas, sin embargo, puedo encontrar también algún apoyo
con miras a reducir (ya que no eliminar del todo) lo extrañas que
resultan mis tres preguntas citadas con respecto a la obra derridiana
(algo que, como intérprete, debería siempre tratar de hacer: esto es,
intentar discutir y eventualmente criticar una obra
juxta propria
principia, según su
«forma formante», que diría Pareyson —si bien el propio Derrida
repudiaría tal idea del texto como un todo orgánico del cual se pueda
aprehender una ley interna, una intención unificadora—). Así, poco antes
del texto aducido, Derrida declara también que la deconstrucción no
puede pasar por alto «la inscripción (“histórica”, si se quiere) del
texto leído y del nuevo texto que escribe ella misma»;[v]
y, más adelante, que «la insistencia materialista [...] en un campo
muy determinado
de la situación más actual [...] puede tener por función evitar que
la generalización necesaria del concepto de texto, su extensión sin
límite puramente exterior [...] desemboque en la definición de una nueva
interioridad, de un nuevo “idealismo”, si quiere, del texto».[vi]
Para escapar a tal riesgo las precauciones no son nunca suficientes.[vii]
Mis preguntas acerca de la historicidad, en los diversos sentidos que he
señalado, no son sino un tentativo de avanzar por la vía de aquellas
precauciones que el propio Derrida consideraba necesarias durante las
citadas entrevistas. La historicidad de la obra de Derrida —ya sea como
significado de la misma para la cultura actual, ya sea en cuanto a su
vinculación con la judeidad— me resulta (y aquí estoy ya aludiendo a
otro aspecto histórico de la cuestión, a mi historia como intérprete de
sus textos) reconocible únicamente bajo la condición de que se busque
alguna respuesta a las tres preguntas que he planteado.
Voy a centrarme un momento sobre esta alusión a la historia de mi
relación con los textos derridianos, con vistas a clarificar el asunto
al menos desde ese punto de vista. La elección del título de este texto
mío es un hecho perteneciente a mi biografía, si es que así puedo
llamarla. En la base del planteamiento de las tres preguntas se halla la
elección de un título; y tal elección es un hecho histórico que depende
de una decisión mía, la cual sin embargo (recordemos la noción de
«círculo hermenéutico») no carece de relación con la historicidad del
texto derridiano, con su
Wirkungsgeschichte, con la historia de su
Wirkung, de
sus efectos (¿sólo sobre mí?). De no ser así, los organizadores del
coloquio donde impartí originariamente este texto como conferencia no
habrían aceptado, con toda probabilidad, mi título (aunque, al tratarse
de un coloquio sobre Derrida, y en muchos casos de derridianos, podemos
dar por supuesto que se hiciera gala de una cierta tolerancia...). La
historia de la elección del título es un aspecto, si bien no el único,
de la historicidad de Derrida, de aquello que sus textos «significan» en
la cultura actual. Poca necesidad hay de argumentarlo. Repitiendo aquí
también un gesto frecuente en Derrida, se puede afirmar que todos
sabemos ya lo suficientemente bien por qué la cuestión de la
historicidad puede ser una cuestión, o
la cuestión, del
significado de Derrida en nuestra cultura; todo ello parece poderse
resumir con aquella frase suya sobre las precauciones que jamás son
suficientes con vistas a evitar que la deconstrucción se resuelva en una
especie de nuevo idealismo del texto. Al fin y al cabo, es justamente de
esto de lo que acusan a Derrida los críticos del deconstruccionismo:
para ellos, el idealismo del texto se mostraría en la aparente o real
arbitrariedad de la deconstrucción, para la cual, en muchos sentidos,
il n’y a pas de hors-texte.[viii]
Puede no compartirse esta crítica en su sentido más burdo (recuerdo
ahora cierto chiste norteamericano al respecto); pero no podemos negar
que con ella se toque un aspecto característico de la labor de Derrida,
la cual se ha presentado siempre como un trabajo centrado en la
textualidad, como reivindicación del peso del texto y del trabajo
textual. Por decirlo más claramente: creo que, en tal sentido burdo, la
crítica al textualismo derridiano tiene poco empaque; y, sin embargo, la
explicación de que esa crítica resulte posible, y circule en nuestro
mundo cultural (el mismo del que Derrida decía que «se deconstruye»,
esto es, en el cual acaece la deconstrucción como un movimiento que no
se halla en exclusiva confiado al arbitrio o la genialidad de un solo
pensador) se halla netamente ligada a la cuestión de la historicidad y a
las preguntas que ésta mantiene abiertas. Lo que se ha de leer en tales
preguntas no debe ser una especie de escándalo por la ausencia de un
«afuera del texto» que funja como criterio del trabajo deconstructivo,
que garantice la validez de éste desde el punto de vista de un concepto
de verdad como correspondencia. En mi elección del título y tema de esta
intervención mía ha resultado, por el contrario, determinante el
problema del proyecto de la deconstrucción; en las quejas por la
arbitrariedad, real o presunta, de las prácticas deconstructivas de
Derrida y de muchos imitadores suyos he creído captar (como su sentido
auténtico, no degradado en broma vulgar) la pregunta acerca del proyecto
que inspira el trabajo deconstructivo.
Reivindico además aquí la cercanía, si no la conformidad, de este
enfoque mío con las intenciones de Derrida mismo. ¿Por qué, si no,
habrían de tomarse aquellas precauciones de las que hablaba en
Posiciones, y que ya
hemos citado? Tales precauciones se adoptan con miras a la realización
de un proyecto; el cual, si entiendo bien la actitud de rechazo de
metafísica de la presencia que Derrida comparte con Heidegger (es más,
Derrida recrimina a Heidegger el hecho de no haberlo compartido
suficientemente con él), no puede ser sólo el de captar con más
claridad, más adecuadamente de lo que lo haya hecho la metafísica, la
diferencia que opera en el interior de toda presunta solidez del ente.
En mi historia personal como lector, como amigo, como discípulo de
Derrida la cuestión de la historicidad (o del proyecto) no penetra como
una pregunta acerca de los criterios de verdad o validez de su método,
de su teoría, etcétera; sino como el problema de «ahora ¿qué se hace,
pues?». Si escucho a Jacques Derrida, en vez de, pongamos por caso, a
John Searle o a Hans-Georg Gadamer o a Jürgen Habermas, ¿qué hago en
filosofía? Dicho aun de otra manera: ¿existe una escuela derridiana? O
mejor todavía: la diferencia, o la
différance, ¿marca
alguna diferencia? Tampoco en estos términos un poco perentorios, si no
brutales, creo resultar del todo extraño a los propósitos de Derrida: es
de nuevo en las páginas de una de las entrevistas reunidas en
Posiciones
donde, al hablar del materialismo (y de Lenin: signo de los tiempos...),
Derrida niega que se pueda decir que el concepto de materia es
metafísico o no metafísico: «dependerá del trabajo al que dé lugar».[ix]
Cierto es que aquí se refiere al trabajo de deconstrucción textual; pero
permanece en todo caso la referencia a un efecto, a un resultado que se
mide en relación a un fin, esto es, a un proyecto.
En el fondo, por lo tanto, ¿por qué la deconstrucción? Pero, entonces,
¿mi título no debería haber sido «Historicidad y deconstrucción» en
lugar de «Historicidad y diferencia»? Puedo admitir que la elección
—otra marca histórico-biográfica— del título haya sido inspirada
asimismo por el propósito de retomar el título de una de las obras más
conocidas de Derrida. Y, sin embargo, no sólo por ello: en el fondo, la
deconstrucción es siempre una acción; su historicidad, en el sentido de
poseer una historia, un desarrollo (si bien nunca una verdadera
finalidad propia), es evidente. Pero lo que no tiene historia, lo que no
está en la historia, es la diferencia misma, tal y como se afirma en
La escritura y la diferencia.
Si lo que mueve la deconstrucción es la diferencia —en dos sentidos:
como causa eficiente y como causa final, pero tal vez también como causa
formal (por cuanto reconstruir es siempre un hacer evidentes las
diferencias, un ensanchar las grietas) y como causa material (al menos
en tanto en cuanto instrumento con el cual, y dato sobre el cual, se
trabaja)—, entonces la diferencia misma no tiene movimiento, y amenaza
peligrosamente con asumir el rol del
ipsum esse subsistens.
Para salir de la metafísica (o solamente para distorsionarla), para
quedarse dentro de ella poseyendo esa duplicidad en la mirada que
también para Derrida (como para el Heidegger de la
Verwindung[x]
) es el único modo de «superarla», ¿basta tan sólo el esfuerzo por
descubrir a la postre un ser o un origen no compacto y redondo, sino
agrietado, atormentado, escindido por una lucha jamás resuelta entre
Dionisio y Apolo? ¿La metafísica consiste principalmente, o solamente,
en pensar el ser como presencia desplegada, como unidad conciliada; o no
también, y sobre todo, en considerar la tarea del pensamiento, y de la
emancipación, como equivalente a la contemplación del ser verdadero,
comoquiera que este ser se piense, y por lo tanto también si es pensado
como un Dios que no encuentra la paz consigo mismo?
Las tres preguntas que he señalado al inicio de este escrito con miras a
clarificar el sentido de su título, como se ve, no han recibido
respuesta alguna por ahora; pero han dado lugar a otras interrogantes
(¿es quizá precisamente esta su función auténtica?): la pregunta sobre
la historicidad del título mismo, la pregunta sobre su posible
transformación en otro título (donde se sustituiría la palabra
«diferencia» por «deconstrucción»), y la pregunta sobre el significado
mismo del término «metafísica» para Derrida (y su relación con
Heidegger). Mas, por volver al menos durante un instante sobre las tres
preguntas iniciales, he de decir que, por ahora (si bien un tanto
elípticamente) me parece haber alcanzado ya un cierto tipo de
respuestas, totalmente provisionales. Esto es: la renuencia de Derrida
ante la idea de hablar de una evolución en su propio pensamiento se
encuentra entrelazada, si se analiza a fondo, con su rechazo de toda
visión teleológica de la historia, con su recelo ante cualquier presunta
linealidad como construcción de sentido, lo cual contrastaría con el
propósito antimetafísico de trabajar (en) —o atrapar; ensanchar;
corresponder a— la diferencia que «se da» de algún modo ante nosotros
como una llamada, un hecho en curso, etcétera. Un tanto paradójicamente,
se diría que habríamos de responder por lo tanto a mis preguntas
explicando que no hay una historia en Derrida, una evolución o
desarrollo o transformación «continua», discursiva, lógica, de su
pensamiento, porque para Derrida no hay algo así como La Historia; y que
sin embargo todo ello depende a su vez de ciertos hechos históricos,
aquellos hacia los cuales apuntaba la segunda de mis preguntas. Es, de
hecho, en términos histórico-efectivos (o así lo parece) como Derrida
explica el porqué de la deconstrucción, y ante todo el porqué de la
Gramatología.[xi]
Recordemos especialmente aquel casi
hapax legomenon
de la primera parte de tal libro: «Desde hace un tiempo...»;[xii]
donde, como se ve, hay una especie de justificación en términos
«epocales» de la empresa de la deconstrucción.
En los escritos sucesivos, no obstante, comenzando por aquellas
entrevistas recogidas en
Posiciones a las que ya me he referido, Derrida tiende a
reducir mucho, hasta anularlo, el sentido de estas alusiones epocales
(demasiado cercanas al discurso heideggeriano sobre la «historia del
ser» como para no suscitar en él la sospecha de una recaída en la
metafísica). Así, en un diálogo de tiempos mucho más recientes (enero de
1995)[xiii]
la ausencia de una tematización explícita de las prácticas
deconstructivas que él pone en acción una y otra vez en sus textos
(eligiendo, aparentemente de modo arbitrario, los temas que afronta) se
justifica como una «economía elíptica» (el círculo de sus lectores ya
sabe, comparte con él la conciencia de la situación histórica en la cual
se mueve, y por lo tanto no hacen falta mayores precisiones). Con todo,
en ese diálogo (que me permito considerar como una introducción a este
texto mío) Derrida dice asimismo otras cosas que me parecen más
relevantes, y que permiten comprender en qué sentido la relativa
«obviedad» de la situación en que se mueve la deconstrucción no parece
merecer una atención más pormenorizada desde el punto de vista teórico.
Todo cuanto sucede no merece una atención comparable a la que le prestó
Heidegger porque no se da nada parecido a una historia del ser o a un
llamamiento que tal historia nos lance; la situación ante la cual la
Gramatología
responde es efectivamente aquella en la cual «algo se deconstruye»:[xiv]
pero se responde a ella no porque ésta constituya una verdadera vocación
—y, por lo tanto, tampoco porque se haya entendido, a partir de algún
tipo de señal, que sea mejor deconstruir en vez de actuar en sentido
contrario. «Se está deconstruyendo y hace falta responder a ello».[xv]
Pero ¿por qué hace falta tal cosa? «Si la deconstrucción no es una
iniciativa mía, o un método, una técnica, sino que es lo que acontece,
el evento del cual se toma constancia, ¿por qué entonces ir en ese
sentido?». «Ante esto no tengo respuesta alguna», dice Derrida.
Ir en el sentido de la deconstrucción no significa sin embargo,
simplemente, un mostrarse de acuerdo con lo que acontece; es más, por el
contrario, la deconstrucción resulta ser «la anacronía de la sincronía»:
mostrarse de acuerdo con lo que acontece empujándolo en el sentido
deconstructivo que el evento mismo «revela», contiene, manifiesta. Pero,
a fin de cuentas, todo esto «hace falta» llevarlo a cabo porque algo
acontece «y es mejor que exista un “por-venir” a que no exista».[xvi]
«Por-venir» como acontecer y «porvenir» como futuro se identifican
totalmente, a cuanto se ve, aquí. Se podría preguntar: ¿por qué en
general el «por-venir» en vez de la inmovilidad? Es, en fin, hasta
demasiado evidente que aquí el «por-venir» —como acontecer y como
futuro— toma el lugar del ser de la metafísica. ¿Se sale verdaderamente
de esta, pues? Derrida parece pensar —y creo que ello sea, en algún
sentido, la última palabra de su recorrido teórico— que la razón por la
cual el «por-venir» resulta evidentemente mejor a su opuesto es el hecho
de que «el “por-venir” es la apertura en la cual el otro acontece [...].
Es mi manera de interpretar lo mesiánico: el otro puede venir, puede no
venir, no puedo programarlo, pero le dejo libre un lugar para que pueda
venir si viene; es la ética de la hospitalidad». También esta atención
al otro, que nunca ha estado ausente del texto de Derrida pero que se ha
acentuado ciertamente en los últimos años, es tal vez una marca
histórica «externa» que Derrida no niega, probablemente, pero a la cual
no presta una especial atención, siempre por aquello de no correr el
riesgo de pensar en términos de historia del ser. Es preciso que el
evento sea de verdad evento (y por lo tanto, también, que lleve mi
firma, y que yo dé testimonio de él[xvii]
) al fin y al cabo porque, si se da salvación, autenticidad,
emancipación —en definitiva, si se da ese «mejor» que de vez en cuando
se asoma en el discurso derridiano (¿sólo en estas páginas?)— es porque
el otro siempre puede venir y en él se anuncia (¿se puede anunciar?) lo
mesiánico, si no el Mesías.
Llegados a este punto, se puede de nuevo hacer el tentativo, o ceder a
la tentación, de proponer un punto de llegada del itinerario de Derrida,
o de nuestro itinerario con respecto a él: la justificación epocal de la
Gramatología, y por
lo tanto aquel enraizamiento histórico y fáctico que parecía estar en su
base, se ha ido poco a poco agotando en el desarrollo de la obra de
Derrida. Si hay una historia de su pensamiento, podríamos decir, ésta es
la progresiva cancelación de la historicidad como historia de un
sentido, por lo menos. Paralelamente a este movimiento de cancelación se
ha impuesto (¿acentuado?) la orientación mesiánica de su trabajo, la
idea de que la deconstrucción es un modo de responder a un cierto deber
ético de hacerle un lugar al otro. Dentro de este movimiento volvería a
entrar aquello que para algunos intérpretes de Derrida es el interés
«institucional» (por la política, por la universidad, etcétera) que
caracterizaría una segunda fase de su pensamiento.[xviii]
Se ha hablado también de un Derrida existencialista,[xix]
lo cual no chocaría con esa imagen de él como alguien más comprometido
en la política y en la crítica institucional. En el fondo, nos
reencontraríamos aquí —sé que es un discurso peligroso, en función de
historia de la cultura francesa, pero como extranjero y extraño a esa
cultura puedo permitírmelo— con el esquema sartriano del compromiso
histórico que, al menos hasta la
Crítica de la razón dialéctica,[xx]
no corresponde a ninguna teleología, es más, en Sartre resulta
contemporáneo a un pesimismo metafísico absoluto. El mesianismo del
último Derrida, incluso, sería mucho más fiel a una perspectiva
existencialista de lo que lo haya sido el acercamiento sartriano al
marxismo, a pesar de sus precisiones al respecto en
Cuestiones de método[xxi]
(el marxismo como teoría y el existencialismo como ideología
provisional).
Pero si con el existencialismo Derrida parece colocarse él también
sur un plan où il y a
seulement l’homme[xxii]
—como Heidegger reprochaba Sartre, ante el cual oponía por su parte su
historia del ser—, ¿no estaremos de nuevo simplemente en la metafísica,
al menos en el sentido de una metafísica existencialista como filosofía
de la finitud (del ser)? Es este un problema que no se puede reputar del
todo infundado si recordamos el ya citado pasaje de
La escritura y la diferencia,
donde se aduce que la diferencia está fuera de la historia,
etcétera. El mesianismo, la apertura al otro que viene y así garantiza
el «por-venir», es decir, el ser como evento y advenimiento, ¿de veras
elimina el carácter todavía metafísico de aquella afirmación sobre la
diferencia? Digo esto en el sentido en el cual, como ya he precisado
anteriormente, me parece que se puede —y que también Derrida puede—
denominar como «metafísica» toda concepción de la tarea del pensamiento
que considere que esta consiste en hallar una estructura, o
archiestructura, ante la cual detenerse (o en pos de la cual se debe
caminar una y otra vez mediante el trabajo de la deconstrucción). Si la
diferencia no tiene historia, el otro que ad-viene constituye sólo un
llamamiento y un testimonio de esa archiestructura. Puesto que no
existen momentos verdaderamente diferentes en la relación con ese
origen-no origen, incluso la alteridad del otro no será nada más que esa
alteridad que podríamos llamar puramente formal. El otro es mesiánico
porque no soy yo, porque es evento respecto de lo que ya era. Creo haber
escuchado una vez a Derrida, durante una discusión, que por supuesto que
estamos siempre en la historia. Exacto: siempre estamos en la historia;
pero lo que cuenta es precisamente ese «siempre», no el momento
determinado de la historia en el que nos encontramos. Siempre nos
encontramos en un momento determinado, cierto: pero justamente por ello
parece que no vale la pena buscar sus características específicas; entre
otros motivos debido a que (por volver al «otro») si sabemos demasiado
sobre él, si de alguna manera tenemos determinadas expectativas sobre su
fisonomía (incluso si estas son únicamente negativas) no estaríamos ya
abiertos a su alteridad, a su advenir, que siempre ha de resultar
abrupto.
En este punto, me vienen a la mente muchísimas cosas —y perdóneseme el
carácter elíptico de este modo de proceder. Ante todo ciertos textos de
Derrida, comenzando por aquella página en la que se afirma que «“el
pensamiento” no quiere decir nada».[xxiii]
No he reencontrado ninguna frase como ésta en el Derrida más reciente,
pero supongo que no se habrá «retractado» de ella. E incluso sin
tomármela al pie de la letra, sin banalizarla, me pregunto hasta qué
punto no confirma, si se lee atendiendo a la cuestión de la apertura
hacia el otro, que la alteridad del otro es siempre accidental, que
(para no arriesgarse a una caída en la metafísica) se debe considerar
esa apertura en términos casi espaciales, topológicos, y nada más. Como
es sabido, Emmanuel Levinas (del cual también, o tal vez sobre todo,
recibió Derrida esta «heterología» fundamental) considera al otro como
alguien que evoca de alguna manera al Otro con mayúscula, al Infinito
divino; y así da un paso decisivo hacia un pensamiento que sustituya la
hipocresía de la tradición greco-cristiana con una reasunción de la
herencia bíblica, de aquello que los cristianos llaman Antiguo
Testamento. Derrida no da este paso de modo explícito —y no creo que
deje de hacerlo porque se adhiera de modo abstracto a una distinción
radical entre discurso religioso y discurso filosófico, algo que desde
su punto de vista no debería estar justificado. ¿El otro, cualquier
otro, lleva siempre de verdad sobre sí la huella del rostro del
Infinito? Levinas en el fondo tiene la Biblia como guía; el carácter
mesiánico del otro no depende para él tan sólo de su diversidad absoluta
con respecto a mí: algo que Derrida, sin embargo, debe enfatizar mucho
más, puesto que no quiere apelar explícitamente a ese texto revelado. Un
cristiano como Heidegger posee la guía del Nuevo Testamento; y así, en
su curso Introducción a la
Filosofía de la religión[xxiv]
de 1920, en la cual comenta las dos epístolas de Pablo a los
Tesalonicenses —la espera de la parusía, del prometido regreso del
Mesías—, no hay una tensión absoluta hacia cualquier tipo de alteridad,
sino una espera «cualificada» por aquello que ya ha advenido, y que los
fieles ya conocen. En el caso de Levinas, la historicidad de la
historia, la especificidad de los eventos, se elimina mediante un
decidido salto en vertical —el juicio final está en cada momento, toda
alteridad se halla en relación directa con Dios y, lo que es más, se
mide y juzga en función de tal relación. En el caso de Heidegger, y a
pesar de los ulteriores cambios de su actitud con respecto a la
tradición cristiana (los cuales, en mi opinión, no borran su naturaleza
fundamental de «teólogo cristiano», como él mismo escribió, ya en los
años 30, en una carta a Löwith), aquello que mide la autenticidad del
otro al cual esperan los fieles son las indicaciones que previamente han
recibido por la predicación de Jesús. Cierto que esas indicaciones son
en su mayor parte negativas: el Mesías vendrá como un ladrón de noche, y
lo que se habrá de hacer sobre todo es evitar caer en los engaños del
Anticristo, de los falsos Mesías que continuamente surgen a nuestro
alrededor. Si bien Pablo no define positivamente los rasgos del
verdadero Mesías, y Heidegger incluso ve en la actitud que Pablo
recomienda a los fieles una especie de traducción de la
epojé
fenomenológica, con todo el ejemplo de la vida y de la muerte de Jesús
son más que suficientes como para proporcionar una guía que no deje
totalmente indefinida la alteridad del Mesías que viene. En el fondo, es
en esta (a menudo olvidada) ascendencia cristiana —en el curso de 1920
figuran ya todos los elementos principales del análisis de la
temporalidad de Ser y tiempo,[xxv]
así como de la polémica antimetafísica de los años de la
Kehre— donde radica
la insistencia con la que Heidegger colocará siempre la eventualidad del
ser dentro de un (sin duda problemático) concepto de historia del ser.
La tesis que desearía, en conclusión, presentar aquí es que sólo si se
acentúa y se radicaliza esta noción de una historicidad del ser, se es
entonces fiel al propósito heideggeriano (no siempre respetado ni
siquiera por él mismo) de no confundir el ser con el ente, y por lo
tanto de buscar una superación de la metafísica. Y, paralelamente, que
también para Derrida (si se quiere ser congruentes con su propósito
antimetafísico) se trata de pensar la alteridad del otro en términos
concretamente históricos, fuera de una perspectiva existencialista que
corre el peligro de recaer en la metafísica —si bien esta reste
inadvertida por cuanto el ser se concibe ahí no como una presencia
compacta sino como (la presencia de) una estructura agrietada,
torturada, diferente.
O bien el ser (o la archiestructura) cae de verdad en la historia, se
consume y se difiere —esta última palabra, en italiano, bien podría
evocar el verbo ferire
(«herir», o «ferir» en castellano antiguo): se golpea, se hiere...—
en la historia, o bien todas las diferencias y deconstrucciones tienen
sólo la función de conducirnos de nuevo hacia la contemplación (mediante
una suerte de paradójico amor
Dei intellectualis) de la archiestructura o el ser originario,
colocándonos ante su presencia.
El otro que no se sitúa concretamente en una historia que posea un
«sentido» —aun cuando fuese el sentido (que me parece congruentemente
heideggeriano, más allá de la literalidad de Heidegger) de la consunción
progresiva, e indefinida, de la presencia y de la perentoriedad— puede
asumir una figura y una función mesiánica sólo dependiendo del modo en
que yo lo recibo. Su carácter mesiánico, si no cuenta con marcas
históricas reconocibles, es totalmente subjetivo: puedo partir de
cualquier término, concepto, evento, de cualquier texto, para remontarme
a la diferencia originaria, con tal de que asuma la doble mirada que
recomienda Derrida. Y también la predilección por el texto escrito
(contra el fono-logo-centrismo que, por el contrario, es propio de
Heidegger y de heideggerianos como Gadamer) parece sin embargo
transformarse en su contrario: el texto escrito garantiza una presencia
definitiva, monumental, pero asimismo confiada cada vez al sujeto
deconstructor, que trabaja sobre el texto en la intimidad de su estudio.
Lo que cuenta del otro no es su historicidad concreta (aquella que
Platón identificaba con la capacidad del discurso hablado de defenderse
por sí mismo), sino su monumento, en el cual la historicidad se consume
en la finitud constitutiva de la existencia y puede así dejar que se
transparente mejor la archiestructura originaria.
A mí me parece que este riesgo de recaída metafísica —sin duda también
de Heidegger; pero, en este caso, de Derrida— deriva de su judeidad (la
de Derrida, se entiende). Un mesianismo sin Mesías no evita, en mi
opinión, la recaída en una concepción estructural de la finitud, y por
consiguiente en la teología negativa, en toda la metafísica de corte
existencialista. Levinas escapa de ello sólo gracias a un decidido salto
a la tradición religiosa, que Derrida por el contrario no lleva a cabo.
Dilthey tal vez no carecía de razón cuando aseveró que el inicio del fin
de la metafísica en la historia de occidente es la llegada del
cristianismo. El cual es también, si se me permite, una forma de
judeidad. En Derrida cohabitan estas dos almas, y el valor de sus textos
consiste justamente quizá en su hacérnoslas reencontrar con toda su
ineludible actualidad. Pero, también, en confrontarnos ante una elección
que él mismo, por ahora, no parece haber llevado a cabo.
[i]
Traducción y edición de Miguel Ángel Quintana Paz, a partir del
texto original «Historicité et différance», inédito de Gianni
Vattimo gentilmente cedido para la revista
Solar a su
director, Rubén Quiroz Ávila, el pasado 24 de enero de 2006,
durante la visita a Madrid del filósofo italiano con vistas a su
doctorado honoris causa por la Universidad Nacional de Educación
a Distancia (UNED). [ii] DERRIDA, Jacques; L’écriture et la différence. París: Seuil, 1967; versión española: La escritura y la diferencia, traducción de Patricio Peñalver. Barcelona: Anthropos, 1989. Todas las citas de las obras de Jacques Derrida que remitan a una paginación concreta se llevarán a cabo, a partir de ahora, sobre la edición española de la obra en cuestión, siempre que ésta exista y haya sido citada en estas notas; si bien, en el caso de la edición citada al principio de la nota 4, añadimos numerosas correcciones a tal traducción, pues la tal se halla repleta de errores gramaticales y erratas ortográficas. (Nota del traductor.)
[iii]
Traduciremos el controvertido término derridiano différance por
el español «diferencia». Si bien no podemos aquí exponer
consistentemente los motivos que a ello nos impulsan (puede
observarse una concisa pero vigorosa discusión a este respecto
en Jordi CORTÉS MORATÓ y Antoni MARTÍNEZ RIU, «Différance», en
Diccionario de filosofía
en CD-ROM. Barcelona: Herder, 1996) nos parece, en todo
caso, netamente preferible a otras propuestas que en su día se
avanzaron (como el voquible «*diferancia», utilizado por Carmen
González Marín en su versión de Jacques Derrida,
Marges de la philosophie
—Márgenes
de la filosofía. Madrid: Cátedra, 1989). Además, esta
decisión de conservar en español el término como «diferencia»
casa robustamente con la opción del propio Vattimo, que en la
versión italiana de este texto que ahora traducimos usa a menudo
el término differenza, sin necesidad alguna de recurrir
constantemente al también utilizado neologismo trasalpino
(differanza) por mor de reflejar los peculiares contenidos del
famoso término derridiano. Sólo en las ocasiones en que sea
preciso diferenciar explícitamente entre différence y différance
utilizaremos este último término en su lengua original francesa,
sit venia verbo, como también hace, por lo demás, el traductor
de la obra que se citará en la próxima nota a pie de página.
(Nota del traductor.)
[iv]
Véase DERRIDA, Jacques;
Positions : entretiens
avec Henri Ronse, Julia Kristeva, Jean-Louis Houdebine, Guy
Scarpetta.
París: Éditions de Minuit, 1972; versión española (plagada de
erratas):
Posiciones:
entrevistas con Henri Ronse, Julia Kristeva, Jean Louis
Houdebine y Guy Scarpetta, traducción de Manuel Arranz.
Valencia: Pre-textos, 1977; concretamente, véase
ibid., pp. 63-64:
«Dicho sea de paso, me he enterado, por haberlo leído por lo
menos dos veces, de que mi “pensamiento” (cito, naturalmente)
estaba en “plena evolución”. ¿No hay que regocijarse por ello?
Es verdad que estos enunciados necesariamente se emiten desde un
puesto donde debe saberse muy bien en qué vencimiento o en qué
recodo esperar esa “evolución”, y según qué escatología medirla.
Sacaría provecho de esos estímulos, benévolos en un caso,
sentenciosos en otro, si el valor de “evolución” no me hubiera
parecido siempre sospechoso en todos los presupuestos que abriga
(¿es marxista, dígame?) y sobre todo si no hubiese desconfiado
siempre del “pensamiento”. No, se trata de desplazamientos
textuales cuyo curso, forma y necesidad no tienen nada que ver
con la “evolución” del “pensamiento” o la teleología de un
discurso. Hoy hace bastante tiempo, permitidme recordarlo
(Jacques DERRIDA,
De la grammatologie,
Éditions de Minuit, París, 1967, p. 142; versión española: De la
gramatología, traducción de Óscar del Barco y Conrado Ceretti,
Siglo XXI Argentina, Buenos Aires, 1971, p. 126), que arriesgué
esta frase
[...]: “En cierta manera ‘el pensamiento’ no quiere decir
nada”». (Nota del traductor.)
[v]
DERRIDA, Jacques
Posiciones...,
op. cit., p. 62.
[vi]
Ibid.,
pp. 86-87.
[vii]
Ibid., p. 87.
[viii]
«No hay afuera del texto», en francés en la versión original
italiana. La expresión aparece, entre otros muchos pasajes
derridianos (como, verbigracia, en los ya citados
De la gramatología
y
Márgenes de la filosofía)
en Jacques Derrida,
Limited Inc.
París: Galilée, 1988, p. 252, donde además se aclara
significativamente que «no significa otra cosa sino que “no hay
nada fuera de contexto”». Para coadyuvar, en el breve espacio de
una nota a pie de página, a perfilar esta comprensión correcta
de la expresión (bien alejada de la idea de que no haya un
«mundo real» más allá del lenguaje), creo que puede resultar
iluminadora esta otra respuesta que dio en otro momento el
propio Derrida respecto del significado de la misma: «Resulta
totalmente erróneo sugerir que la deconstrucción equivale a una
suspensión de la referencia. La deconstrucción se siente siempre
profundamente concernida por lo “otro” del lenguaje. Nunca dejan
de sorprenderme los críticos que contemplan mi obra como una
declaración de que no existe nada más allá del lenguaje, de que
estamos aprisionados por el lenguaje; pues lo que yo digo es,
exactamente, lo contrario. Mi crítica del logocentrismo es sobre
todo la búsqueda de lo “otro” y lo “otro del lenguaje”... Cierto
es que la deconstrucción trata de mostrar que la cuestión de la
referencia es mucho más compleja y problemática de lo que las
teorías tradicionales han supuesto; incluso se pregunta si
nuestro término “referencia” resulta enteramente adecuado para
designar a lo “otro”. Lo “otro”, que se encuentra más allá del
lenguaje y que invoca al lenguaje, tal vez no sea un “referente”
en el sentido habitual que los lingüistas han atribuido a este
término. Pero el distanciarse uno mismo, pues, de esa estructura
habitual, el desafiar o complicar lo que comúnmente hemos
presupuesto acerca de ella, no equivale a decir que no haya nada
más allá del lenguaje» (reproducido en CAPUTO, John D.;
The Prayers and Tears of
Jacques Derrida. Indianápolis: Indiana University Press,
1997, pp. 16-17). [Nota del traductor.]
[ix]
DERRIDA, Jacques;
Posiciones...,
op. cit., p. 85.
[x]
Sobre la referencia a la
Verwindung, que
Heidegger utiliza en contadas ocasiones (alguna mención dispersa
hay en sus
Conferencias y artículos,
en
Sendas perdidas y
en la segunda parte de
Identidad y Diferencia),
ésta ha sido recuperada por Hans-Georg Gadamer («Hegel y
Heidegger», en
La dialéctica de Hegel,
traducción de Manuel Garrido. Madrid: Cátedra, 1988, pp.
125-146) y, sobre todo, por el propio Gianni Vattimo
(«Dialéctica y diferencia» y «La verdad de la hermenéutica», en
Las aventuras de la
diferencia, traducción de Juan Carlos Gentile.
Barcelona: Península, 1986; «El nihilismo y lo postmoderno en
filosofía», en
El fin de la modernidad,
traducción de Alberto L. Bixio. Barcelona: Gedisa, 1986), que la
explica como algo «análogo a la
Überwindung, la
superación o el sobrepasar, pero que se distingue de ello porque
no posee nada de la
Aufhebung, ni del
“dejar atrás” aquello que no tiene ya nada que decirnos»
(ibid.). La necesidad de recurrir a semejante término a la hora
de ilustrar el modo en que la posmetafísica se distancia con
respecto a la metafísica moderna se halla justificada para
Vattimo
por cuanto «no tenemos delante una objetividad que, una vez
descubierta en lo que es de verdad, nos pueda dar un criterio
para mutar nuestro pensamiento; la idea de que la metafísica se
pueda dejar de lado como un error o un hábito abandonado no se
sostiene [sería ella misma una idea metafísica]. Lo que podemos
operar [...] es sólo una
Verwindung:
término que, manteniendo aún un nexo literal con
Überwinden, el
superar, significa, sin embargo, en el uso: recuperarse de una
enfermedad portando en sí las marcas, resignarse a algo»
(VATTIMO, Gianni;
Oltre l’interpretazione. Roma-Bari: Laterza, 1994, p.
148, n. 14). Es decir,
Verwindung
contiene exactamente en sí el sentido del prefijo «post- [...]
en términos filosóficos» (ibid.) que un autor como el español
Quintín Racionero («No después, sino distinto», Revista de
Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, XII/21 [1999], pp.
113-155) se esfuerza en aclarar contra cuantos todavía yerran en
su comprensión desde posiciones superficialmente hostiles a la
posmodernidad hermenéutica. (Y, con todo, no es imprescindible
que tal difidencia ante la posmodernidad se traduzca en tamaño
malentendido, como demuestra el caso de Robert SPAEMANN: «Ende
der Modernität?», en KOSLOWSKI, Peter, Robert SPAEMANN y
Reinhard LÖW [eds.]; Moderne oder Postmoderne? Weinheim: VHC,
1986, pp. 19-40). [Nota del traductor.]
[xi]
DERRIDA, Jacques;
De la gramatología,
op. cit.
[xii]
Ibid.,
p. 14.
[xiii]
Publicado en DERRIDA, Jacques y Maurizio FERRARIS;
Il gusto del segreto.
Laterza:
Roma-Bari, 1997 (no existe versión española ni francesa de este
volumen).
[xiv]
Ibid.,
p. 98.
[xv]
Ibid.
[xvi]
Ibid.,
p. 100.
[xvii]
Ibid., passim.
[xviii]
Véase FERRARIS, Maurizio; «Promemoria sulla “svolta testuale”»,
Nuova Corrente,
31 (1984).
[xix]
Véase FERRARIS, Maurizio; «Introduzione», en Jacques Derrida,
La mano di
Heidegger.
Roma-Bari: Laterza, 1991.
[xx]
SARTRE, Jean-Paul; Critique de la raison dialectique.
París: Gallimard, 1960; versión española: Crítica de la razón
dialéctica, traducción de Manuel Lamana.
Buenos Aires: Losada, 1963.
[xxi]
SARTRE, Jean-Paul; «Questions de méthode», en Critique de la
raison dialectique,
op. cit.; versión española: «Cuestiones de método», en
Crítica de la razón
dialéctica, op. cit.
[xxii]
«En un plano donde sólo está el hombre», en francés en la
versión original italiana. En realidad, empero, la cita original
sartriana a la que se está refiriendo Vattimo sería ligeramente
diferente a la aquí aducida, y literalmente rezaría así: «Nous
sommes sur un plan où il y a seulement des hommes» —«nos
hallamos en un plano donde sólo están los hombres»— (SARTRE,
Jean-Paul;
L’existencialisme est un
humanisme. París: Gallimard, 1946, p. 36). A esa
sentencia sartriana es ya famoso que Heidegger —como recuerda
Vattimo en la frase subsiguiente del cuerpo del texto—
respondiera con su «Nous sommes sur un plan où il y a
principalement l’Étre», es decir, «nos hallamos en un plano
donde principalmente está el Ser», puntualizando además que ese
plan, ese «plano», es ya l’Étre, «el Ser» (HEIDEGGER, Martin;
«Brief über den “Humanismus”», en
Platons Lehre von der
Wahrheit. Mit einem Brief über den Humanismus. Berna: A.
Francke A. G., 1947 —Carta
sobre el humanismo, traducción de Helena Cortés y Arturo
Leyte. Madrid: Alianza, 2000–). [Nota del traductor.]
[xxiii]
Véase la nota 4 de este artículo.
[xxiv]
HEIDEGGER, Martin; «Einleitung in die Phänomenologie der
Religion», en
Phänomenologie des
religiösen Lebens.
Gesamtausgabe,
vol. 60. Fráncfort del Meno: Klostermann, 1995; versión
española:
Introducción a la
fenomenología de la religión, traducción de Jorge
Uscatescu. Siruela: Madrid, 2005.
[xxv]
HEIDEGGER, Martin; «Sein und Zeit», Jahrbuch für Philosophie und
phänomenologische Forschung, 8 (1927); versión española:
Ser y tiempo,
traducción de Jorge Eduardo Rivera C. Madrid: Trotta, 2003. |
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