José Luis
Ser docente tiene que ver con ser padre. Ambas funciones están indisolublemente asociadas. Recuerdo haber leído en alguno de los textos de Françoise Dolto que, contrariamente a lo que se cree, la sustitución simbólica de la maestra es por la función del padre y no por la de la madre del niño.
Jacques Rancière describe, en El Maestro Ignorante, la función docente como aquella que es capaz de cincelar la voluntad de quien aprende y acompañarlo en el camino del descubrimiento de su propio modo de aprender, con sus cimas y sus valles. Reniega del maestro explicador que agota la experiencia en pasar los temas y volver a repetir lo que ya expuso una vez, porque -en ese acto- instituye el lugar del saber para sí, y el del no saber para el alumno. Por el contrario, reivindica para la función docente la inexcusable tarea de mostrar a quien aprende, cómo hacer para verificar su inteligencia. Eso hace de la educación un acto emancipador. En este sentido tiene la misma mirada que Paulo Freire: el fundamento de la educación es la libertad.
Daniel Pennac, cuenta en un texto conmovedor: Mal de Escuela, que él mismo fue rescatado del marasmo de sentirse un cancre (torpe/zoquete para los franceses) frente a los demás, por profesores que supieron escucharlo en su singularidad, aun cuando ésta no encajaba en ninguna de las estrategias curriculares.
Como quiera que sea, así como ser padre implica enseñar e investir a otro para que pueda ser padre y asegurar la continuidad simbólica de la Ley, estoy convencido de que la función docente acontece cuando hay alguien que, a la manera de Vigotsky, consigue armar el andamio para que un sujeto aprendiente se mueva en dirección de reconocer su inteligencia y su capacidad de apropiarse de un saber que no tenía. Poco importa la estrategia que se ponga en juego para hacer que esto suceda. Por eso, nunca se trata de aplicar recetas, ser docente requiere de una larga preparación (Gilles Deleuze).
Como suele suceder, las arideces de la tarea desaparecen como por encanto,cuando un pibe te deja ver que lo tocaste. Touché. En ese sentido, José Luis fue un premio desmesurado para mí.
Compartimos el aula de Educación Tecnológica de una de las divisiones del primer año en el IPEM 344 de Villa Cura Brochero en el 2005. La mayor parte de los pibes que acudían a esa escuela convivían en la casa con parientes alcohólicos o drogadictos. José Luis era algo mayor que sus compañeros. Y la piel de Judas, según el director. No hacía distingos entre estar en el recreo o en el aula. Se relacionaba con los otros a los golpes, con tirones, a los empujones. Siempre tenía la última palabra. No había ley que pudiera alcanzarlo.
A poco de iniciar las clases ya me resultaba difícil pensar qué hacer con él. Lo sacaba afuera y las preceptoras me lo reingresaban recordándome que en las horas de clase yo era el responsable legal de los chicos y debía mantenerlos dentro del aula. Lo mandaba a la dirección a trabajar y el director me lo reintegraba diciéndome que mi obligación era encontrar la manera de hacerlo permanecer en clase.
Una experiencia imposible. En un aula diseñada para treinta debíamos dar clases con cuarenta y ocho alumnos. Sin apoyo institucional ni gremial, sin gabinete psicopedagógico, sin asistente social, en una localidad tomada por el clientelismo político más recalcitrante. Llegaba a mi casa en estado de perplejidad. Agotado, además. No podía encontrar la manera de interesar a más de 10 ó 12 pibes con la materia. La mayor parte del tiempo se me iba en lidiar con los revoltosos para que me dejaran trabajar con los que sí estaban interesados.
José Luis no hacía una sóla prueba ni respondía a consigna alguna. Ni siquiera conseguía que trajera firmado el cuaderno de comunicaciones, donde citaba a alguno de los padres, o que se quitara el gorro cuando estaba en clase. Nada personal. Pero él parecía empeñado en ir a contrapelo.
Un día, promediando la segunda parte del año, unos pasos antes de trasponer la puerta del aula, me vino a la memoria una experiencia de mi paso por las artes dramáticas. Y entré a la clase con la decisión tomada.
-Chicos, hoy pasó algo que no estaba en mis planes… ¿vieron todo el viento que hay afuera?… se me desparramaron los papeles y no he podido encontrarles el orden. Realmente no sé cómo era todo. Voy a necesitar que me ayuden. Alguien tendrá que asumir el rol de profesor, porque no encuentro quién hacía esto y cómo era…. Mientras tanto me voy a sentar en un banco a ver qué puedo hacer…
Por supuesto, cuatro de los más revoltosos se apuntaron para el desafío, mientras algunas niñas se me venían encima reclamando: Profe! ¿qué hace?… usted no puede hacer eso!
Cuando la situación alcanzó algún nivel de equilibrio, solamente quedó José Luis al frente de la clase. Ahí estaba él. Erguido sobre toda su estatura, que no era mucha, y mirando desafiante (en silencio, como hacía yo cuando entraba), mientras esperaba que todos se callaran.
Y el silencio se hizo. Y sólo fue roto por el propio José Luis al pronunciar la palabra mágica: ¡Prueba!
–Profe! usted no puede hacer eso!, haga algo! – Se desesperaban Ana y Marina. Y yo hice. Dije: Entonces voy a hacer como hacen ustedes: Proooofeeeee… no tengo hoooojaaaa!
José Luis apenas sonrió, pero no se amilanó. Buscó y me trajo una hoja hasta el banco…No, Profe! usted no puede hacer esto! insistía Marina.
Agradecí, esperé que se fuera y volví a levantar la mano: Proooofeeeee… no tengo biroooomeee!
Y José me trajo una sin inmutarse. Volvió al frente y mirando una hoja en blanco, como si leyera: dictó 4 preguntas… y a mí se me cayó la mandíbula. Casi con mis propias palabras estaba preguntando por los conceptos centrales de la materia.
Por supuesto fui el único que hizo la prueba. En cuanto la terminé se lo hice saber y lo llamé para que la recogiera.
La leyó con cuidado frente a toda la clase y sin perder la postura me hizo un gesto de aprobación con la mirada y me dijo simplemente: Está bien, tiene un diez.
Yo no podía con mi asombro y la emoción. Acaso por eso decidí dar por terminada la dramatización en ese punto, no sin antes reconocerle su actuación y pedir un aplauso para el profesor.
Para él y para mí. Porque ninguno de los dos volvimos a ser los mismos a partir de ese día. Yo entendí que, a pesar de todo el bochinche que armaba, me escuchaba cuidadosamente. Que a pesar de lo que yo creía, mi palabra resultaba valiosa para él.
Touché.
José Luis nunca más volvió a entregarme la hoja en blanco en las pruebas. Lo veía esforzarse cada vez por comprender las preguntas y escribir algún tipo de respuesta y me parecía sencillamente increíble. Su conducta cambió, su actitud dentro del aula cambió… hasta su posición corporal se modificó. Caminaba investido. Seguramente estrenando una sensación de íntimo alborozo que no había conocido antes.
El último día de clase, en lugar de repasar la materia, decidí invitarlos a pensar los usos de la tecnología al servicio de la liberación de los oprimidos, mirando la película Bichos. Había comprado ocho hermosos libros de cuentos, como los que tenían mis hijos. Pero solamente ocho porque mis posibilidades económicas no daban para más.
Les expliqué que los sortearíamos y porqué. Los alenté a que se hicieran amigos de los libros y quiso la suerte (o vaya a saber qué designio) que uno de esos libros cayera en manos de José Luis. Aquella imagen me acompañará mientras viva: Miró toda la película abrazado a su libro de cuentos.
Unas semanas más tarde, cuando lo recibí en el coloquio de diciembre, antes de iniciar, solamente le pregunté:
-¿Estudiaste José Luis?.
-Sí, me dijo con seguridad.
-Te voy a hacer dos o tres preguntas y si me contestás bien, te firmo el permiso de examen y te vas.
Eso hice y respondió bien, con sentido común.
–Estás aprobado. Mucha suerte José Luis!
Le dí un beso, se calzó la gorra y se fue. Nunca más lo volví a ver, pero supe en ese momento que si yo podía decir de mí mismo que trabajaba de docente, se lo debía a que algo o alguien me había puesto en el camino a este pibe.
Daniel I. Krichman, Rosario, marzo de 2009.-
Fuente de la imagen: FlickrCC Bluemountains
Categoría: Trama y relaciones
Es tan buena tu manera de narrar como el relato mismo. Admiro la capacidad de lxs que conmueven con sus acciones, creo que son la esperanza de que un cambio es posible.
Qué suerte para mi haberte encontrado..
Bernarda querida: me conmueven tus palabras, tanto como me resultan excesivas. Gracias, con el corazón!